Calle de Bruselas
EL TAXISTA DE BRUSELAS
Siempre habías admirado
cómo los árboles nórdicos, recién lavados siempre, ignoran la ansiedad de la lluvia;
cómo se hace allí, suavemente de noche,
y los bosques bálticos admiten a su lado los manzanos que dejan caer a plomo sus frutos en memoria de los nombres de Homero y Linneo;
y, aunque es en El Mediterráneo
donde te preguntas de qué color es el tiempo entre las poblaciones arbequinas de los olivos,
y es en la media tarde
de ese auténtico Mare Nostrum donde se despierta un rumor de las heridas, cicatrizadas apresuradamente, que repercute de rama en rama; y no es el gorrión, sino su canto el que se para, bajo las aceitunas acedas en la horquilla del tronco;
es bajo la luz del cobalto
junto a fuertes almendros y vistosos naranjos la noche meridional no acaba sin rendir saludos a los modestos arbustos cargados de granadas; y,
de rodillas implora
para que nunca más la filoxera vuelva a mermar las vides.
Levantas los ojos
-saliendo de tu ensimismamiento- hacia el tráfico de la noche fría y lluviosa de Bruselas. El taxista intenta conversar contigo. Con un acento francés más aburrido que el tuyo, desesperanzadamente, se queja de la vida, de los que odian a los flamencos.
Asombrada por no corresponder
a la idea que tienes de la capital Bélgica le preguntas si la gente de esa ciudad no está contenta con el establecimiento de miles de políticos y funcionarios de toda Europa.
¿Toda esa parafernalia burocrática
no ha llevado riqueza y alegría a la ciudad?
Señora –dice-,
sólo soy un humilde taxista y no entiendo mucho de esas cosas, pero me parece que todos esos europeos que residen aquí se traen los bocadillos de jamón y tortilla de patatas… y la ropa… y los zapatos desde su casa en los vuelos diarios pagados por todos…
Y… la alegría
se la dejan olvidada en sus países porque aquí sólo vienen a cobrar.
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