CYPRIPEDIUM O EL ZUECO DE VENUS
En Cadaqués nunca hubo pobreza.
Corrían tiempos austeros, eso sí,
y como en otros pueblos de pescadores
el trueque no era una mala práctica;
gracias a él en tu casa no faltaba nada:
Al médico se le pagaba con huevos y vino.
Casi todo era quietud.
Sólo la tramontana venía a corroborar
nuestras sospechas de un mundo cambiante;
tu hermana –oíste a tu madre decir-
iba a ir a la escuela aquel año
cuando la hojas del bosque cambiaran de color,
cuando las noches cayeran más temprano.
Tú no entendías nada, pero vigilabas
el color del bosque: buscabas la vida real,
el mundo prometedor de los adultos
como el de tus hermanos.
Nadie quería quedarse en casa;
el mar, los olivos y las viñas eran el mundo
y tú no querías dormir intuyendo
una buena parte de ese cosmos oculto
en la penumbra del papamoscas
y en las sábanas lavadas y secadas en la arena.
Aún no era otoño, pero hacía bastante frío;
tú yacías en la cama escuchando la respiración
profunda y tranquila de tu hermana.
Veías su pelo rubio a la luz de la luna;
bajo la blancura de la sábana,
su pequeño cuerpo de duende.
Y sobre la máquina de coser, el cuaderno rojo
pautado donde dibujabas sencillas letras,
contemplabas el rostro de tu hermana,
con una mejilla hundida en la almohada.
La estabas guardando en tu cabeza,
como un recuerdo,
como los hechos que figuran en una novela.
No querías dormir por temor a que alguien
cambiara el color de las hojas de los árboles
como si quisieras impedir que la noche
cayera más temprano. Pero nadie despertaba.
Te sentabas en la cama con ganas de jugar;
te sentías como dentro del Zueco de Venus.
Elisa R. Bach
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