17 feb 2012

EL ZUECO DE VENUS

CYPRIPEDIUM O EL ZUECO DE VENUS

 

En Cadaqués nunca hubo pobreza.

Corrían tiempos austeros, eso sí,

y como en otros pueblos de pescadores

el trueque no era una mala práctica;

gracias a él en tu casa no faltaba nada:

 

Al médico se le pagaba con huevos y vino.

 

Casi todo era quietud.

Sólo la tramontana venía a corroborar

nuestras sospechas de un mundo cambiante;

tu hermana –oíste a tu madre decir-

iba a ir a la escuela aquel año

 

cuando la hojas del bosque cambiaran de color,

 

cuando las noches cayeran más temprano.

Tú no entendías nada, pero vigilabas

el color del bosque: buscabas la vida real,

el mundo prometedor de los adultos

como el de tus hermanos.

 

Nadie quería quedarse en casa;

 

el mar, los olivos y las viñas eran el mundo

y tú no querías dormir intuyendo

una buena parte de ese cosmos oculto

en la penumbra del papamoscas

y en  las sábanas lavadas y secadas en la arena.

 

Aún no era otoño, pero hacía bastante frío;

 

tú yacías en la cama escuchando la respiración

profunda y tranquila de tu hermana.

Veías su pelo rubio a la luz de la luna;

bajo la blancura de la sábana,

su pequeño cuerpo de duende.

 

Y sobre la máquina de coser, el cuaderno rojo

 

pautado donde dibujabas sencillas letras,

contemplabas el rostro de tu hermana,

con una mejilla hundida en la almohada.

La estabas guardando en tu cabeza,

como un recuerdo,

 

como los hechos que figuran en una novela.

 

No querías dormir por temor a que alguien

cambiara el color de las hojas de los árboles

como si quisieras impedir que la noche

cayera más temprano. Pero nadie despertaba.

Te sentabas en la cama con ganas de jugar;

 

te sentías como dentro del Zueco de Venus.

                                              Elisa R. Bach

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