BAÚLES DEL MUNDO
No sé qué tiene de especial este café.
Es sucio y triste; muy triste. Y, sin embargo, es el único real. Tiene
algo que no puede compararse a los demás.
Cuando llegué a París
busqué el París de las novelas, la ciudad con calles abarrotadas de
gente parisina. La Place Nation estaba sembrada de iluminados restaurantes que
se llenaban a la hora del desayuno con mujeres casi ancianas, y por la noche se
ocupaban todas las mesas con personas de mediana edad, bien vestidas dando la
impresión de que no vivían en 13ème
Arrondissement (Distrito 13 avo).
Casi al final del Boulevard Diderot,
frente al número 123 edificio donde yo tenía mi buhardilla-habitación se
hallaba el pequeño café de paredes recubiertas de antiguo y sucio papel pintado
y con fuerte olor arsenical. Cada día se podían ver en él las mismas caras,
gentes sencillas tan peculiares que, desde mi habitual rincón, me distraía
observándolas con la intención de hacerme una idea de cómo eran sus vidas.
Os ruego no penséis
que de esas miradas se pueda deducir una confesión de modestia ante el
misterio del alma humana. En absoluto, yo en aquellos días estaba cargada de
orgullo y por ello no me molestaba que en el hospital me trataran como una
persona poco diestra y de origen humilde por el solo hecho de ser no francesa.
Mientras los compañeros de trabajo intentaban analizarme con la "sana
intención" de etiquetarme y colocarme en alguno de los compartimentos de
sus engreídas mentes provincianas, no imaginaban que yo también desmenuzaba sus
gestos.
Todas aquellas personas
que frecuentaban a diario aquel pequeño café se podrían estudiar como
baúles del mundo. Entidades que habían metido en el fondo de su alma todas y
cada una de las emociones vividas, de forma desordenada o de forma distinta a
lo que denominamos archivo. De sus rostros apenas inmutables se podía deducir
que habían deambulado de un lugar a otro en los que se les había descargado con
estrépito en estaciones de ferrocarril o de autobús, estuvieran vacíos, medio
llenos o atiborrados de sufrimientos.
¡Qué fascinantes podían ser aquellos "Baúles del Mundo"!
En aquel café me veía derecha delante de ellos, casi desapercibida al
final de la barra, simulando leer las noticias del día como un oficial de
aduanas pues casi toda la clientela era de origen marroquí, argelina o
tunecina. Entre las excepciones se hallaba Zita refugiada húngara en Francia
desde 1956. Cuando Zita huyó de Budapest era ya una persona madura y tenía la
esperanza de tener una vida mejor. La falta de familiares y/o amigos la sumió
en una tristeza agónica que le modeló la cara hasta borrarle por completo la
sonrisa de sus labios. Tres arrugas horizontales en su frente mostraban que en
su pasado amaba a los niños; en el ancho arco senil de sus ojos ya no era posible
rastrear sus antiguas alegrías. Su destino parecía ir contaminando a todos los
otros clientes.
En cierta ocasión en que la exigua tarde invernal se acercaba a su
fin, casi poéticamente yo callejeaba por la Rue Faubourg de Saint Antoine sin
rumbo, sin ganas de volver a casa cuando entré en aquel cotidiano café y me
situé en el rincón de siempre.
Allí estaba la camarera.
Patética no era, cómica decididamente tampoco. Sin hacer jamás uno de
esos comentarios perfectamente triviales que tanto sorprenden cuando los hace
una camarera (como si ella fuese algo así como un cruce entre una cafetera y
una botella de vino y no se esperase de ella que pudiera contener siquiera una
gota de cualquier cosa). Era una mujer de pelo gris sin llegar a ser platinado que
andaba como si tuviera los pies planos, con uñas largas y quebradizas de las
que dan dentera cuando al tomarte las monedas te araña.
Cuando no le estaba pasando un trapo sucio a la mesa,
se quedaba de pie con una mano en el respaldo de una silla, con el delantal
más que demasiado largo, y en el otro brazo la servilleta sucia con tres
dobleces, como esperando ser fotografiada en relación con algún desdichado
cliente.
Fue en aquella tarde de invierno cuando,
con una taza de té entre las manos, me di cuenta de repente de que sin
venir a cuento Zita estaba sonriendo. Levanté la cabeza despacio para
observarla a través del espejo de detrás de la barra. Sí. Allí estaba sentada,
apoyada en la mesa en medio de una sonrisa inmensa y al mismo tiempo
disimulada, la taza de café con su penacho de humo delante de ella y al lado el
anillo cobalto del plato con dos terrones de azúcar.
Abrí los ojos cuanto pude.
Era como si hubiera pasado allí toda la eternidad, digamos que..., y
ahora por fin empezaba a vivir...
El café estaba muy tranquilo.
Afuera se empezaba a ver, por entre la oscuridad del atardecer, que
estaba empezando a nevar aunque los enormes copos aún no cuajaban al llegar al
asfalto. Sólo se veían las siluetas blanquecinas de los coches y la gente
desplazándose cortando el aire fino.
La experimentada camarera
única parisina de la escena desapareció y reapareció con un saco de
sal bajo el brazo. La esparció por el suelo desde la entrada hasta la acera y
rodeando la estufa con los gestos sumisos de sus manos, casi de veneración,
también sonreía. Nadie se hubiera sorprendido, si, en esos momentos, la puerta
se hubiera abierto y hubiera entra un arcángel replegando sus alas para darnos
alguna buena nueva.
Aquellos Baúles del Mundo
comenzaban a sonreír quizá por primera vez de aquella manera
espontánea.
Johann R. Bach
Un café donde todos se conocen o pretenden conocerse. Extraños, pero adictos a un mundo sociable o insociable, depende con el cristal con que lo mires.
ResponderEliminarLo que está claro, es que una sonrisa se agradece y te cambia la forma de ver el mundo....
Me atrae ese café J. Y me encanta esa historia de vidas mundanas que confluyen en ese mismo punto "el café"
me gusta la sonrisa de Zita, cuando nieva, y entra la Sra. para quitar la nieve con la sal, y ella recuerda Budapest, año 1956, rebelión de Hungria, auspiciada por el Cardenal Miszenti, sofocada por los tanques soviéticos, con el éxodo de parte de la población a traves de Austria. En el cafe pasa el tiempo Zita, víctima de un conflicto, que otros han generado.Julio.
ResponderEliminarCOMENTARIO DE XANA
ResponderEliminarUn café en París ,diferente a otros y en un enclave lejos de las calles luminosas y caros restaurantes ,un café antiguo y sucio pero con la humanidad de baúles etiquetados llenos de almas de un destierro pintado de sufrimientos.Y allí ,entre ellos , está Zita en un rincón ,solitaria ,con la tristeza arada en la piel.
Y nieva ,tal vez ese recoger la nive de la única parisina del café le trajo a Cita el recuerdo de Budapest y su sonrisa los iluminó a todos como un brote de esperanza,como si las guerras ,los tanques que un día les llevaron muy lejos sin ellos buscarlo ni desearlo ,hoy apareciesen llenos de flores hacia una primavera.
Un relato extrapolable a" hoy" que no estamos en 1951 y siguen millones de baúles llenos de almas por el mundo,dando tumbos ,muchos ni siquiera encuentran un café donde sentarse ,pero tiene que haber luz para ellos y han de sentir su calor,tú lo transmites con delicada sutileza del oscurantismo a la pura luz....