5 nov 2014

sólo soy un cuervo verde más de los que cavan esa espiral interminable y que verso a verso, vida a vida busca acortar distancias

 ÁNGELES Y CUERVOS VERDES
                                               Te saludo pájaro de la ternura
                                               pájaro de las primeras caricias
                                               y nunca olvidaré tu risa…
                                                            (Saludo al pájaro de Jacques Prévert)

Desde que pasé aquella luzbélica noche en el mar
sueño –o quizá no sea sueño- con días grises cargados de tanto silencio… que veo caer, como copos de nieve, a los ángeles:

como si con una escobilla limpiaras de barro
una roca y de repente descubrieras la huella fosilizada de un diplodocus ese ser prehistórico caído en desgracia debido a las películas de dinosaurios.

No son como hordas de obreros decimonónicos
marchando hacia La Bastilla en las manos de las cuales se hallan terribles herramientas presuntamente de la salvación y la gracia.

Pléyade de Serafines y Querubines
-con sus trompetas asidas a su espalda- no están alejados de los asuntos humanos, de la mísera fanega que creemos orgullosos sólida y trágica.

No traen de su dominio de la altura
bosques sedosos de plumas de pavo real, que desvelan anunciaciones, en los cruces de carreteras secundarias para

irisar el aire,
florecer la sangre de criaturas exentas de culpa iluminando venas cavas y portas y hacer sonar las cuerdas de las arterias y

cantar el corazón;
infundir la paciencia encantada de los partos de niños de cuello corto y largas piernas.

Se espera de ellos que llamen a las puertas,

que abran
al atardecer, y en lugar del negro de la noche, nos muestren por fin:

el Universo
esmaltado desde el umbral hasta los confines del cielo observable y que nos hagan saber, por fin, qué se abarca.

Aunque realmente es más terrible
y más extraño reconocer que desde que la nieve y los verdes cuervos de Jacques Prévert impusieran el Gran Silencio –también sobre mi alma-,

se ve a los verdaderos ángeles.

Bruscos, escurridizos, congelados,
relumbrantes de rosa sal iluminada vestidos de toda la tierra de feldespatos y mármol,

buscan sexo y placer
hasta abarcar el dolor. Necesitan de todo para sobrevivir en la Gran Escarcha Eterna.

Han acumulado sobre sus hombros
mares y campos de girasoles.

Se ciñen densamente las caderas;
no con pantalones vaqueros tintados de azul índigo sino con terciopelo de los prados de las altas montañas.

Han hecho de las rocas un picadillo
parecido al pisto manchego, de árboles, de ramas secas, de caídas de agua, de espumarajo de rio y de gemidos y

han enfangado sus pies en la paja como pobre a quienes en la pocilga dejan un rincón para pasar el invierno.

Pero su invierno dura milenios
y la pocilga está perdida en una relumbrante soledad de platino

balsa de este planeta medusa
que retuerce su cabellera de constelaciones de oro.

Me da la impresión
que desde hace tiempo están obligados a vivir con los medios que el subsuelo guarda en sus bodegas, como nosotros.

Y ya algunos, viejos,
caen de rodillas, a plomo, tan pesadamente que hasta la vida en los bosques sagrados se les hace difícil, y,

los botones de sus abrigos se han roto,
que están tan desnudos como nosotros cuando venimos a este mundo.

Muchos, como siesta de pastores,
se acuestan humillados en el suelo. La mitad de la cara helada por el rastrojo húmedo.

Sobre la otra mejilla de su perfil
el cielo se apoya y calma su locura; una locura no siquiatrizada, dolorosa, pero genial y fértil aún en sus peores momentos.

El problema es estadístico contable:
¿qué muestra no sesgada podría dar luz sobre cuántos somos? Aunque bien mirado no sé por qué me pregunto esas cosas si al fin y al cabo

sólo soy un cuervo verde más
de los que cavan esa espiral interminable y que verso a verso, vida a vida busca acortar la distancia

entre la vida real de los libros,
la pasión lectora y los laureles de plástico que Google otorga

                                                             Johann R. Bach

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