VIAJE A LA ANTÁRTIDA
Sabes bien
que no has decepcionado del todo
a aquella joven que fuiste: muchos de sus sueños, inquietudes, aspiraciones se convirtieron en excrementos para olvidar en el estercolero, pero
del impulso inicial aún te quedan fuerzas.
De no ser así,
no hubieras sobrevivido: el aroma que vas dejando a tu paso es aún fresco como el del agua de mar que baña La Antártida;
sigues transformando el mundo
con ciertos hechos cotidianos como saludar con la sonrisa por la mañana, recordar los pensamientos de Kant y Descartes y amar con la mirada
aquello que te es inalcanzable.
Tus sueños son como los aparejos y las crines
de los grifos1 dorados que se oyen lejanos en la oscuridad, al estar sola,
entre remos y luces de pescadores… mientras flotas en el viento de Puerto Williams dispuesta a embarcar y partir para la isla Decepción.
¡Cuántas veces esa triste nave de tus sueños
partió sin ti, con su espectacular monotonía; con sus bronces y sus juegos de agua llenos de música: el brillante clamor de un ritual de gracias escondidas y
una sabiduría tan vieja como el mundo!
Aunque también alguna vez, hiciste el viaje
intentando convencerte a ti misma de que eras dichosa y te repetías a cada golpe de remo: aquí termina el reino de mi cuerpo.
Y lo hiciste sin guardar rencor;
con un deseo inhábil que no colman las acrobacias de la voluntad, y con cierta ingratitud no muy profunda.
Tenías entonces demasiados críticos
acercándose a tu piel como si fueran trampolines. Demasiados cayendo de nuevo a la laguna de sí mismos.
Entretanto tú ya habías sentido
en cientos de ocasiones aquella fogarada leve y breve que recorre el cuerpo de pies a cabeza por un contacto casi imperceptible, a flor de piel, por una mirada que te hace sentir de repente el alma desnuda invitándote a un viaje a tierras desconocidas.
Elisa R. Bach
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