ADIOS A LOS GORRIONES
Solías triturar pan,
ligeramente tostado, sobre la terraza junto a la vieja parra y el rosal. Los gorriones lo agradecían aunque no acababan de creer que se les dejara aquel maná.
El año pasado cubriste
con bolsas de plástico las prometedoras uvas. Protegido de las voraces bocas cada racimo con su lacito blanco parecía soñar con una apacible maduración.
No fue así.
Los gorriones habían picoteado
los mejores brotes. El resto de dorados racimos agostando bajo su blanca sábana impermeabilizada, sin oxígeno suficiente, se pudrieron antes de crecer.
La cosecha se había echado a perder
ante la imperturbable mirada roja de las rosas que no temen las amenazas de las inclemencias del tiempo.
Este invierno los gorriones ya no tendrán
su ración de migajas aunque algunos de ellos habrán cumplido los cuarenta años –el equivalente a nuestros cien- en compañía de sus parejas.
A pesar de su alegre compañía
has preferido ver los sarmientos cargados de oro en tu balcón. El gallinero quedó vacío el año pasado; este invierno le toca ahuecar el ala a los gorriones.
Te tendrás que conformar
con ver reverdecer la hiedra que dará cobijo en los muros a esas diminutas aves que has decidido desahuciar; mirar con tus cansado ojos cómo brotan las rosas.
Cada año una pérdida. ¿Hasta cuándo?
No lo sabes, aunque cada año puntualmente, cada estación te trae nuevos regalos; cada amanecer es distinto y el gradiente sigue las fluctuaciones de tus sueños.
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