TRES DAMAS MIRANDO TRANVÍAS
Aquella mujer, apartada
a la fuerza de su país, caminaba sin rumbo fijo por la calle y su objetivo no era otro que el de distraer a sus dos hijas que , tomadas de la mano, miraban los tranvías amarillos.
Su corazón era como un volcán
de cráter semiextinto. Las palabras que les dirigía a las niñas recorrían su cabeza lentamente antes de perforar la letargia de la boca.
Esas palabras debían ser dulces,
cargadas de ternura y exentas del resentimiento que devoraba las dolorosas rodillas plenas de vitíligo.
Al mismo tiempo manaba
de aquellos seres sonrientes, uno de los cuales no pesaba mucho más que la cáscara de una estrella, un cansancio oscuro debido en parte a su desnutrición,
aunque de sus ojos
surgía un brillo como si fueran estrellas enanas blancas y de su pecho una esperanza cierta en que lo mejor de sus vidas aún estaba por llegar.
A ras de suelo
la mañana penetraba fría en sus carnes titubeantes, cuando de pronto cayó un paquete procedente de un obrero que en su carrera loca por subirse al tranvía en marcha prefirió dejar lastre antes que perder el empleo.
Aquella mujer aún joven
atrapó casi al vuelo aquel objeto, retiró su envoltorio bañado en oro, dividió en tres partes iguales aquel suculento almuerzo y dio gracias a la Providencia lamentando al mismo tiempo el hambre que sufriría aquel hombre que temía como a una vara verde llegar tarde a la fábrica.
El entusiasmo de las criaturas
crecía y crecía a medida de que iban llenando sus barriguitas con aquel bendito pan relleno de queso impregnado con delicioso y racionado aceite de oliva.
Los llamativos colores de los tranvías
continuaron pasando ante sus ojos como una forma más de aquel frágil universo lleno de poesía y esperanza.
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