12 nov 2012

ABUELO Y NIETA

                 TU PLANETA NO ES EL MIO

 

¡Qué luna la de esta noche!

Deja que te cuente. Con esta luna puedes ver como brilla mi barba de plata, pero no siempre fue así:

 

el planeta de dónde vengo poco se parece al tuyo. Deja que te cuente.

 

A pesar de haber sido el mío

un planeta con muchos años, el número de personas que nos decían -a tu abuela y a mí- lo que habíamos de hacer, iba en aumento.

 

Nos condenaban con sus "consejos".

En realidad venían a decir: hagais lo que hagais estará mal hecho.

 

Era un planeta lleno de jueces.

Pero deja que te cuente. Era un planeta en el que la mentira crecía en los árboles como las almendras, donde todos te engañaban.

 

Ya queda muy lejos aquel domingo

de mayo en el que aprendí algo importante. Era un día radiante como el que has visto hoy. Muy temprano

 

miré el libro sagrado

en la sacristía y a pesar de mis escasos nueve años comprendía ya lo fundamental de la liturgia: aquel día estaba señalado con la palabra "vir."

 

Era la abreviatura del color verde –en latín.

El párroco debía adornarse con la estola de color verde que reposaba -desde la última fecha "vir"- en el tercer cajón de un mueble de lujo,

 

inquilino extraño y mudo

de una sacristía con solera de mármol, techos altísimos, llena de aire frío que arañaba mis rodillas.

 

En el primer cajón

yacían las casullas de colores, mientras que en el segundo había un alba y sus correspondientes cíngulos de colores.

 

Aún no eran las nueve de la mañana

y ya los hilos de araña entraban a raudales a través de los verticales ventanales mientras la iglesia toda se llenaba de flores.

 

Mayo era el mes de las bodas.

 

Yo repetía –para memorizar-

en voz baja las palabras sagradas:  "Sanctus, Sanctus, Santus". "Agnus dei qui tollis pecata mundi miserere nobis".

 

Hasta después del Concilio

no me enteré que significaban: "Cordero de dios que quitas los pecados del mundo apiádate de nosotros".

 

El párroco estaba muy resfriado,

pero a pesar de ello comenzó a decir la misa. Mi compañero, un monaguillo ya experto me daba confianza. Disipaba las dudas que pesaban sobre mis tiernos hombros.

 

Los novios estaban radiantes

y en sus ojos no cabía más que un futuro prometedor. Los familiares estaban atentos a nuestros movimientos como vigilándonos para que todo en la ceremonia saliese bien.

 

Antes del Concilio el sacerdote

decía la misa de espaldas al público y nadie se enteraba de su murmuración monjil.

 

En un momento dado

metió su mano por la abertura del alba a la altura del bolsillo, sacó un fino pañuelo de aquellos de nuestro planeta, bordado con sus iniciales, y,

 

mocándose exclamó:

"Tengo la nariz como una patata". A lo que mi experto compañero, de forma jocosa respondió: "Sursum corda".

 

Acabada la ceremonia,

mientras los testigos firmaban las actas en la sacristía, mi compañero y yo pasábamos el platillo pidiendo algo de dinero por nuestra ayuda.

 

Pasábamos de buen oficio

primero por los pasillos laterales, donde por alguna razón extraña se situaban los parientes más generosos.

Los platillos se llenaron de billetes

pequeños y grandes y calderilla blanca y dorada. Al llegar al comienzo del pasillo central, mi compañero simulando un traspiés

 

hizo que se cayera de mis manos

el platillo con su preciosa carga. Rápidamente procedimos a recoger el dinero del suelo, pero ante mi sorpresa

 

aquel astuto monaguillo me "enseñó"

a meter los billetes grandes debajo de alfombra. Al llegar a la sacristía el viejo párroco, al ver sólo billetes pequeños y monedas

 

nos registró los bolsillos,

miró en nuestros zapatos y de muy mal humor por lo del "Sursum corda" nos ordenó recoger la alfombra ante de que nos fuéramos a casa.

 

Mientras enrollábamos la alfombra

los billetes iban apareciendo y nos alegraban el día; más por la fechoría que por el dinero que de todas formas se destinaría a los ingresos familiares.

 

Mi experto y litúrgico compañero

–considerado inicialmente por mí como un granuja- y yo nos repartimos aquel botín a partes iguales como hermanos.

 

Así que ya ves:

Tu planeta no es el mío y entre las pocas cosas que tenemos en común es que yo soy tu abuelo y que estos nocturnos rayos de plata   de mayo son los mismos para ti y para mí.

                                                                             Johann R. Bach
                                                               www.homeo-psycho.de 

 

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