DESAYUNO CON POEMAS
¿Cómo explicar
que durante veinticinco años
quisieron hacer de ti
carne de piedra bajo el manto?
Muchas en el Monasterio
buscaban el milagro del cincel de la codicia.
Te negaban la dulzura
y el doble placer agonizante
escondido en la gruta de las sílabas:
el discurso de los labios
y los sabores en tiempos de cerezas.
Te negaste a ser, siempre desde tu soledad,
mármol de sexo femenino;
la obscena beatitud de tu frente sin arrugas
y el grito suspendido en la garganta
era intolerable. Tu cara tras el rostro
no era un rostro vulgar
ni bruma en el cartón; era un busto
que salía a flote a punta de buril;
su alegría era tan tuya
como la máscara de huesos que
en lo oscuro pierde su densidad.
El hambre de una piel que ha tenido sólo
poemas para desayunar
cede a las caobas rojas texturas de tu voz,
y a la cómplice embriaguez
del sueño breve con olor a noche.
Hieren la soledad cuando se cierra la puerta
y sólo están sus muros fríos y los cielos vacíos de
bocas que buscaron ser mordidas.
De las pocas mujeres que amaste,
ninguna llevaba tatuado el nombre al aire,
o el brillo de una alhaja pendiente del ombligo
ni de un labio. Era el Monasterio un lugar lacónico.
No había rosas rojas al sur de sus espaldas
ni quisieron desayunar con tus poemas.
Aquellas monjas tenían cierto aire de tragedia
romántica en la que el sufrimiento lo era todo.
Sus marcas eran otras, más hondos los estigmas
grabados en sus médulas con cilicios y sus celos
estaban al acecho de toda posible sonrisa:
Buscaban imposibles amores en barrotes de hierro,
distintos del tuyo.
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