EL COLOR DEL AIRE Y LA PIEL
Asombrosa la elasticidad
con que el aire asume la distancia,
preludia una tensión
hacia los cuatro puntos cardinales
que adelgaza los volúmenes y los
hace dudar por fin en estallido
que limita contornos y define lo visible;
luz sin forma aún, luego es esfera
de color, dependiendo de múltiples parámetros
como el gradiente de temperaturas y presión;
y si define en luz, no tiene nombre
a excepción de alguna triza llamada Arco Iris.
Como muchas formas que surgen en el aire,
y son sépalos duros las unas
o un estrépito de alas silenciosas
que aturden y son sólo en la quietud
un color único resultante de
una composición de magentas, azules y amarillos;
o si se prefiere la definición poética:
como un plato elíptico abarrotado
de granadas y membrillos orlado con azucenas.
Tampoco se queda fuera de la ecuación
la variable del Sol como su maza erguido,
que centellea y falsea las piedras
en que desploma su enorme mole de tentáculos
y las estrías de su diente.
Los antiguos griegos
denominaron al Sol como Helios,
hombre con cabeza de halcón
o de carnero, tocado con un disco solar y aureo.
En el espacio exterior,
donde todo fluye y sólo las distancias
geométricas de minkowski tienen sentido
no hay ocaso, ni bestias boreales en donde
el mar parece no reposar ni ser mar ni tener fin.
El mar es un color al que la piel se entrega.
Mucho antes de que los ordenadores lo dijeran
los antiguos matemáticos,
mucho antes de la era de Eratóstenes
definieron como innumerables,
no distintos de sus cuerpos: escalas de color
como teoría de las formas vivientes irrepetidas
siempre;
porque no significan -decían-, más que color y bulto
evolucionando en la eternidad: no le dieron
nombre y esa ausencia es el fasto
al que la piel se expone. Los sonidos son correlatos
–justificaron- de esa ausencia como es
el color y el roce de la mano al que la piel se entrega.
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