LA SOLEDAD DE RASPUTÍN
La soledad no monta a caballo;
es su enemiga: galopa más rápida
por playas, autopistas y áridas planicies.
Cantó por boca de Rasputín, gritos
o silbidos a lomos del viento.
Su soledad sonaba en su fusta:
con arsénico en las venas y
la sangre desbordándose por los ojos,
galopar de caballo y corazón
eran uno sólo. Su hambre de sexo,
el ruido de los cascos,
el chirriar de las cicatrices de sus manos,
el polvo blanco, desprendiéndose
de cejas y barba, su voz de solitario
con el labio belfo apretado,
las narinas impregnadas de heno
y los campos de girasoles
formaban el canto polifónico.
El sol, en el cielo, según lo pactado,
la piel quemada por los hielos
de una inhóspita Siberia; endurecida,
hasta el punto de impedir la natural muda
de la serpiente y el alma del lacayo
esperando traicionar a su manera.
Si aquel vetusto siervo de la tierra
hubiera logrado abandonar por un rato
su pellejo e irse en fuga hacia el río,
de buena gana lo hubiera hecho.
Por eso gritaba en la soledad,
silbaba y oía su propio silencio.
Incapaz de soñar en una geografía
más allá de una pequeña estepa
-su único mapa de relieve-
administró como un patán
imprudentemente sin tanteo
la suerte que una zarina depositó
en sus manos.
Sin brazos, desangrándose,
corría desesperado hacia ninguna parte
que no fuera huir, cruzó el crecido río.
En la otra orilla le esperaban
ilimitados campos de trigo.
En venganza las espigas se negaron
a darle asilo.
Sabiendo herida su presa, disciplinados
húsares
al mando de un capitán experto
en caza humana
no tardaron en darle alcance.
Cuarenta impactos de plomo se necesitaron
antes de neutralizar la resistencia del Arsénico
único compañero que consolaba a Rasputín
en su soledad.
Al final de la carrera comprendió
que no le hacía falta aprender
a qué temperatura en grados Fahrenheit
arden los libros, ni que el Arsénico arde
a 400º C formando su querido polvo blanco
y que sublima, sin pasar por la licuación, a 613º C.
Elisa R. Bach
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