12 may 2012

LA SOLEDAD DE RASPUTIN. Original de Elisa R. Bach (www.homeo-psycho.de)

LA SOLEDAD DE RASPUTÍN

 

La soledad no monta a caballo;

es su enemiga: galopa más rápida

por playas, autopistas y áridas planicies.

Cantó por boca de Rasputín, gritos

o silbidos a lomos del viento.

 

Su soledad sonaba en su fusta:

 

con arsénico en las venas y

la sangre desbordándose por los ojos,

galopar de caballo y corazón

eran uno sólo. Su hambre de sexo,

el ruido de los cascos,

 

el chirriar de las cicatrices de sus manos,

 

el polvo blanco, desprendiéndose

de cejas y barba, su voz de solitario

con el labio belfo apretado,

las narinas impregnadas de heno

y los campos de girasoles

 

formaban el canto polifónico.

 

El sol, en el cielo, según lo pactado,

la piel quemada por los hielos

de una inhóspita Siberia; endurecida,

hasta el punto de impedir la natural muda

de la serpiente y el alma del lacayo

 

esperando traicionar a su manera.

 

Si aquel vetusto siervo de la tierra

hubiera logrado abandonar por un rato

su pellejo e irse en fuga hacia el río,

de buena gana lo hubiera hecho.

Por eso gritaba en la soledad,

 

silbaba y oía su propio silencio.

 

Incapaz de soñar en una geografía

más allá de una pequeña estepa

-su único mapa de relieve-

administró como un patán

imprudentemente sin tanteo

 

la suerte que una zarina depositó

                                         en sus manos.

 

Sin brazos, desangrándose,

corría desesperado hacia ninguna parte

que no fuera huir, cruzó el crecido río.

En la otra orilla le esperaban

ilimitados campos de trigo.

 

En venganza las espigas se negaron

                                               a darle asilo.

 

Sabiendo herida su presa, disciplinados

                                                        húsares

al mando de un capitán experto

                                          en caza humana

no tardaron en darle alcance.

Cuarenta impactos de plomo se necesitaron

antes de neutralizar la resistencia del Arsénico

 

único compañero que consolaba a Rasputín

                                                            en su soledad.

 

Al final de la carrera comprendió

que no le hacía falta aprender

a qué temperatura en grados Fahrenheit

arden los libros, ni que el Arsénico arde

a 400º C formando su querido polvo blanco

 

y que sublima, sin pasar por la licuación, a 613º C.

 

                                                              Elisa R. Bach    

                                                                                          www.homeo-psycho.de

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