25 ene 2012

Rehacer la vida después de un accidente (cap 13 DE barcelona nació con los granados)

Capítulo 13   Sobre la recuperación del accidente

 

·         Pérdida rápida de peso.

·         Dificultad de cicatrización de los vegetarianos.

·         Imposibilidad de estar solo.

·         Necesidad de permanecer con la mano cogida.

·         Miedo a medianoche.

·         No soporta el invierno y mejora en verano.

ARSENICUM ALBUM 200 CH

 

Rehacer la vida

 

Ocho días estuviste debatiéndote

entre la vida y la muerte.

Decidiste vivir.

 

Durante dos meses todos creyeron

que no volverías a andar:

tus vértebras, sin embargo, se soldaron

y otros fragmentos de tu cuerpo

se reconocieron y cicatrizaron.

 

Todo eso estaba sobre ti

y era el mundo

incluidas tus angustia y gracia.

El recuerdo de ese viaje al Mont St Michel

con el que habías soñado

tantas veces como hojas tiene el calendario

no se borrará jamás de tu memoria:

 

Perdiste esposo y dos hijas

y, momentáneamente, tu movilidad

dándote la sensación

de que has perdido el mundo.

Ahora paseas por el parque,

bajo la vigilancia de tu enfermera;

con paso lento  avanzas entre árboles

y brisa fresca que arranca perlas

de tus ardientes ojos

y el fondo del paisaje pierde nitidez.

 

En tu imaginación ves una figura masculina

cuyos andares te son familiares.

Tan fuerte es tu deseo

de apoyarte en un hombro amigo

que crees que es sólo una ilusión.

No obstante, un hombre sigue avanzando

hacia ti apoyándose en un bastón

fruto de su propio accidente.

 

Es Él.

El único que sabes que puede venir.

ya lo real se confunde con la imaginación

la que quiere traicionarte;

sonríes y las lágrimas alcanzan tu rostro

tu corazón palpita tan fuerte

que se puede oír a distancia.

 

No viene a devolverte nada

ni a echarte discursos

ni a recordarte viejos tiempos.

Sabes que no habrá tampoco reproches

y te bastarán sus tiernas miradas,

su cálida mano estrechando la tuya

y, besando los tuyos, sus labios.

                                                       Elisa R. Bach

 

 

Cuando vi a Yvette en aquella sala de luz pálida, entubada, recibiendo oxígeno artificialmente de un balón marrón y una botella de suero inyectándole intravenosamente el agua y la sal, sentí de repente un soplo en mi rostro, como viento alrededor de mis oídos, lo sentí también en mis manos y noté como se me abrían desmesuradamente los ojos. La ventana de aquella habitación estaba bien cerrada. Reconocí literalmente todos aquellos pequeños segundos, igualmente tibios, uno igual al otro, pero rápidos, rápidos. Estuve a punto de desvanecerme. Mi corazón parecía negarse a inyectar presión a mis arterias. Me senté en la cama y le tomé la mano. De sus ojos salieron dos lágrimas como si supiera que yo estaba allí. Me acerqué a su oído y besándole suavemente le susurré: "Je suis la. Je t'aime".

 

Me levanté para acercarme a la cama un pequeño sillón y me dispuse a pasar junto a ella aquella noche, pero las sorpresas no habían terminado. Bajo mis pies había también algo que parecía en movimiento, no un movimiento, varios movimientos que oscilaban de modo singular de uno al otro: mis pies estaban helados de terror. Yvette, aun estando inconsciente debido la anestesia, era capaz de prever todas las neuralgias que le aguardaban cuando los efectos de los opiáceos desaparecieran. Estaba –lo supe- fuera de sí de rabia. Pero eso la mantenía viva.

 

A media noche sufrí un ataque de pánico. De la frente de Yvette salía un líquido viscoso amarillento que tenía la almohada y ese color me trajo malos presagios que me paralizaban en mi sillón. Noté como mi barbilla caía y me tenía que secar la saliva que brotaba involuntariamente de mi boca con la manga de la chaqueta. De pronto sentí que todo en mi vida se oscurecía otra vez como cuando me marché de Barcelona. Inquieta, busqué su mirada, pero ella no buscaba la mía. Sus ojos no podían atravesar sus párpados.

 

Algo me decía que aquello era como un mal sueño. Intenté calmar mi ansiedad pensando en los recursos que Yvette me había enseñado. Intenté repetir las palabras de Descartes al final de su vida: "Toda mi vida ha estado plagada de desgracias, la mayoría de las cuales no sucedieron nunca". Repetí en voz alta uno de sus pensamientos: "Quejarse del dolor es como lamentar la pereza de los muertos". Intenté sonreír.

 

No sabía qué hacer y, al mismo tiempo, no podía estar pasivamente mirando como la persona que me amaba por encima de todo se debatía entre la vida y la muerte. Cogí un periódico de la sala de espera y en su portada escribí:

 

En esta medianoche de invierno

mi vivo amor está inmóvil.

Afuera los pájaros prefieren no volar

y el alma roe en el paisaje

como un barco roza el muelle

 

al cual está amarrado.

 

Los árboles parecen agonizar

nos dan la espalda.

La altura de la nieve se mide

con centímetros de carpintero.

Las huellas sobre la nieve

 

cobijan tristeza y soledad

 

y llegan hasta esta ventana

que enturbia el paisaje.

El trabajo se detiene y yo levanto la vista

buscando colores que ardan,

esperando que todo se dé la vuelta.

 

Mi amor y yo vamos a dar otro salto                              Elisa R. Bach

 

De nada sirve repaginar, darle vueltas a lo ocurrido, a las causas últimas del accidente y, sin embargo, no podía evitar pensar en ello, obsesivamente, como si en alguno de los detalles se hallase la clave del misterio que llevó a la muerte al exmarido de Yvette y a sus dos hijas.

 

En el hospital, una enfermera me explicó lo que sabía sobre cómo sucedió el accidente. Escuetamente, me dijo que el coche en el que iban se salió de la carretera; probablemente patinó sobre una capa de hielo. Realmente, sólo Yvette podría explicar con detalle qué pasó exactamente.

Yo aguardaba pacientemente, a pesar de mi ansiedad, a que Yvette despertara porque estaba convencida de que ella sólo estaba al otro lado de la puerta del Jardín, y, que el relámpago de la vida aún no se iba a extinguir, como en un poema.

 

Durante cinco días y cinco noches estuve velándola esperando el mínimo indicio de recuperación. De vez en cuando miraba por la ventana como si entre las voces de los pájaros pudiera producirse algún sonido familiar precursor de otra primavera junto a Ivette. París en enero fascina no menos que un puerto de la Costa Brava azotado por el endemoniado viento de una tramontana. Algo me decía que tuviera calma, que todo podía cambiar de un momento a otro.

 

En efecto, al mediodía del quinto día, Yvette abrió los ojos con la dulzura de siempre. Y comprendía. Todo lo ocurrido permanecía bajo el silencio de sus labios, pero yo supe que lo recordaba con pelos y señales. No le hice ninguna pregunta, sólo le besé los labios. Su mano apretó la mía, sin fuerza, pero la señal era inequívoca. A los pocos minutos decía algunas palabras que sólo yo entendí.

 

El exmarido de Yvette aceleró el coche hasta ponerlo a doscientos kilómetros por hora y al llegar a la curva ni siquiera hizo ademán de virar el volante. Fue un crimen planificado incluso con su suicidio. Su intención era que murieran los cuatro, Pero Yvette con treinta y tres huesos rotos sobrevivió.

 

Yo estaba al corriente del contenido de la Sentencia a propósito del proceso de divorcio que Yvette había mantenido durante años con su marido y cuyo Fallo a favor de ella significaba que él le tenía que ceder prácticamente la mitad de todos los inmuebles que se habían adquirido durante el tiempo que permanecieron casados, además de un auténtica fortuna en metálico.

Ese Fallo judicial fue interpretado por el marido de Yvette como una humillación y después de firmar toda la documentación necesaria, adoptando el aire de una persona civilizada que aceptaba –casi alegremente- la Sentencia, se ofreció para acompañarlas de regreso París. En una de las rectas, debió sentir las punzadas en el pecho de la rabia contenida, lanzó el lujoso Mercedes a toda velocidad y se salió a la primera curva. El auto se estrelló contra los árboles después de múltiples vueltas de campana.

 

Comprendí de forma dolorosa, y no a través de los libros, que detrás de cada crimen hay una situación de humillación que el que la vive se ofusca hasta el punto de no amar su propia vida. Con el tiempo necesario se le ha ido enviando al cerebro de la persona afectada mensajes de peligro que no son atendidas porque la egolatría –normalmente bañada en alcohol y tabaco- es más fuerte que la inteligencia. Se menosprecia al enemigo pequeño que precisamente por no poder enfrentarse directamente va maquinando y creciendo en la sombras. Yo misma pude comprobar que la humillación abre unas heridas en el alma que tardan años en cicatrizar.

 

Me despedí con gran pesar de la fábrica que me había dado una profesión y me convertí en la enfermera de Yvette. Durante dos largos años compartí el dolor, día a día, con la persona más maravillosa del mundo. También eso fue placentero. A veces Yvette soltaba auténticas culebras por la boca mientras hacía los ejercicios de recuperación transmitiéndome a mí toda la rabia que llevaba dentro –que no era poca-. Después de esos ataques de intolerable dolor, se tomaba una dosis de Chamomilla 30 CH, se relajaba y me comía a besos, pidiéndome perdón.

Ya lo ves –decía- estoy hecha una piltrafa, pero una piltrafa millonaria… Te tengo a ti. Efectivamente cuidarla día y noche fue tan placentero como amarla: el dolor y el sacrificio fueron asignaturas que también aprobé –me siento muy orgullosa de ello- Yvette se recuperó casi totalmente y decidimos comprar una pequeña casa en el puerto de Dinan. Solíamos pasar allí semanas enteras, paseando por la vieja Rue du Port.

No hay comentarios:

Publicar un comentario