Honfleur
La primera vez que visité Honfleur
coincidió mi llegada con la pleamar.
Una campana avisaba con insistencia:
el puente se estaba levantando;
los barcos parecían nerviosos;
unos preparados para entrar
en el pequeño puerto
otros para salir.
La operación se realizaba
con precisión matemática:
las compuertas giraban desconcertantes,
en torno a los espectadores
de uno y otro lado del puente levadizo.
Con la capota levantada de nuestro 2 CV
mirábamos atónitos la maniobra.
Al otro lado del puente,
sobre una enorme roca se alzaba
majestuosamente la Comandancia,
mitad castillo, mitad edificio atlántico.
Los rojos vivos, azules marinos
y blancos propios de pescadores
se iban deslizando ante nosotros
como un escenario de teatro
donde nadie quiere que caiga el telón.
Sorprendentemente los habitantes
de Honfleur parecían no apercibirse
de la belleza de ese momento:
aprovechando la pleamar
el pescado fresco encerrado
en las bodegas entra puntualmente
para deleite de cientos de turistas.
Más arriba,
junto a la Iglesia de Sainte Catherine
los habitantes de Honfleur
miran embelesados las paradas
del mercado, buscando variedad
de frutas y verduras y ropa marinera
que no comprarán, pero les alegra
los ojos el contraste de colorido
de las típicas rayas blanquiazules.
Los lugareños tienen la impresión
de que han nacido para un sueño,
en el que, callados, confunden
muchos mundos; pues hablan rara vez
y cada frase es como un epitafio
para algo arrojado a tierra por la marea
-incluido el pescado que entra en el puerto-,
algo desconocido, que viene a ellos
sin aclarar, y permanece.
Y así es todo
lo que describen sus miradas
desde su infancia: algo no aplicado a ellos,
demasiado grande, desconsiderado,
allí enviado,
que aumenta más aún su soledad.
Ahora ya no existe el puente levadizo
que interrumpía como un descanso
el paso de los vehículos
y ya no suena campana alguna.
Pero el puerto de Honfleur sobrevive
como un juguete en el desván.
Elisa R. Bach
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