28 ago 2011

Elisa envia un poema desde el puerto de Honfleur

Honfleur

 

La primera vez que visité Honfleur

coincidió mi llegada con la pleamar.

Una campana avisaba con insistencia:

el puente se estaba levantando;

los barcos parecían nerviosos;

unos preparados para entrar

en el pequeño puerto

otros para salir.

 

La operación se realizaba

con precisión matemática:

las compuertas giraban desconcertantes,

en torno a los espectadores

de uno y otro lado del puente levadizo.

 

Con la capota levantada de nuestro 2 CV

mirábamos atónitos la maniobra.

Al otro lado del puente,

sobre una enorme roca se alzaba

majestuosamente la Comandancia,

mitad castillo, mitad edificio atlántico.

 

Los rojos vivos, azules marinos

y blancos propios de pescadores

se iban deslizando ante nosotros

como un escenario de teatro

donde nadie quiere que caiga el telón.

 

Sorprendentemente los habitantes

de Honfleur parecían no apercibirse

de la belleza de ese momento:

aprovechando la pleamar  

el pescado fresco encerrado

en las bodegas entra puntualmente

para deleite de cientos de turistas.

 

Más arriba,

junto a la Iglesia de Sainte Catherine

los habitantes de Honfleur

miran embelesados las paradas

del mercado, buscando variedad

de frutas y verduras y ropa marinera

que no comprarán, pero les alegra

los ojos el contraste de colorido

de las típicas rayas blanquiazules.

 

Los lugareños tienen la impresión

de que han nacido para un sueño,

en el que, callados, confunden

muchos mundos;  pues hablan rara vez

y cada frase es como un epitafio

para algo arrojado a tierra por la marea

-incluido el pescado que entra en el puerto-,

algo desconocido, que viene a ellos

sin aclarar, y permanece.

 

Y así es todo

lo que describen sus miradas

desde su infancia: algo no aplicado a ellos,

demasiado grande, desconsiderado,

allí enviado,

que aumenta más aún su soledad.

 

Ahora ya no existe el puente levadizo

que interrumpía como un descanso

el paso de los vehículos

y ya no suena campana alguna.

Pero el puerto de Honfleur sobrevive

como un juguete en el desván.

                              Elisa R. Bach

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