13 mar 2018

Me aburrí como una ostra. ¡Si por lo menos hubieran hablado de la química del tomillo!


ENTRE SOSAS Y POTASAS

Cuando me invitaron
a una cena de profesoras de matemáticas, una extraña alegría recorrió todo mi ser. Mi afición por los números había corrido ya por todo el "insti" nocturno y alguien creyó que me daba la oportunidad de entrar en contacto con gente algebraicamente inteligente.

Durante una hora
estuve atentamente escuchando sus banalidades en espera de que de algún momento a otro surgiría algún tema relacionado con su profesión. Nadie se dignaba dirigirme la palabra ni siquiera para preguntarme por mi afición a la geometría euclidiana o sobre mis conocimientos trigonométricos. En un momento dado una de ellas afirmó que ella no era matemática sino química. Mi sorpresa fue mayúscula cuando todas ellas afirmaron ser también químicas.

Para no sentirme despreciada, las desprecié.
No me fue difícil: ellas sabían que eran funcionarias, unas mujeres caprichosas que no brillaban por su inteligencia (tampoco lo pretendían) y que se complacían en imponer por el miedo a sus inteligentes alumnos, para demostrar, a todas luces, que eran las que mandaban, unos deberes absurdos como el resolver cada día quince ecuaciones de segundo grado.

Ninguna de ellas había estudiado matemáticas.
Estudiaron química porque les pareció una rama más sencilla, menos rigurosa, poco abstracta … Pero acabaron dando clases de matemáticas en los "instis".

Tampoco hablaron
sobre temas químicos o relacionados con esa ciencia experimental. Decidí hacer una salida de tono y pregunté si alguien me podía ayudarme a calcular las raíces cúbicas de -1. Ninguna de ellas sabía de qué estaba hablando. Por lo visto sus conocimientos matemáti-cos nunca llegaron a los números imaginarios.

Me aburrí como una ostra.
¡Si por lo menos hubieran hablado de la química del tomillo!

Nunca me había encontrado
en medio de tantas sosas y potasas.

Salí a la calle a respirar aire fresco.
Por encima del día lívido y brumoso, el cielo sobre el Tibidabo, rosado como están los hornillos a esa hora en la cocina del Ritz, me devolvió un poco la esperanza y el deseo de pasar la noche en algún pequeño hotel en Suiza y despertarme en una pequeña estación de montaña donde poder ver a una sonriente lechera de mejillas rosadas.
                                                                     Ermessenda

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