20 dic 2018

Fragmento de la novela "Estudiante Soldado Calderero..."


LLENOS DE HIERRO Y ESTAÑO

Después de un día aciago
intentando apagar un incendio forestal desatado en el norte de La Isla, nos tumbamos agotados, con el estómago vacío pues los camiones de Intendencia no habían podido cruzar el largo frente de llamas que invadía las carreteras.

Las líneas de humo,
entre las estrellas, eran rápidas y rectas por la falta de viento y, a pesar de que la noche no es una cuna donde cantan, pregoneras, alguno de los soldados tocaba la harmónica y es que aquellas líneas eran demasiado oscuras y demasiado afiladas.

Bajo aquella oscuridad
cargada de humo asfixiante, pensaba en unos hipotéticos ojos que nos estuvieran mirando… (quizá sólo nos vigilara un cíclope). En aquellos momentos la sequedad de la boca se hubiera dulcificado con una sola gota de agua bendita y envidié la saliva del soldado que tocaba la harmónica. Entre los que estaban bajo mi mando, se encontraba el Mondéjar el más activo apagando los rebrotes de fuego. Sus ronquidos eran el único ruido, aparte de las rasgadas notas de la harmónica, que perforaba el silencio de la noche.

Los animales habían huido del espanto de aquel juicio final y pensé que si pudiéramos soñar despiertos quizá podrían acercarse a mirarnos. Después de tantas horas, con la piel empapada de sudor y humo me iba acostumbrando al contacto de mis manos con las ramas. A las seis venía otra vez el día con su promesa ajada cuando aún conservaba la luna un diente que no reía.

Se presentaba el día blanco como angustia y frío, escondido en las hierbas más pequeñas que abrían un húmedo temblor que arañaba. El nuevo día parecía querer más tensión compitiendo, como rompe-fuegos, con las llamas del incendio y poco a poco iba perdiendo sus telillas de leche, se afirmaba entre las rocas y caía como arroz oscurecido con tinta de sepia.

Durante tres días medí,
sediento y fatigado, la dilatada aurora, que volvía irremisible a manchar las paredes de mi estómago vacío con aquella arista -¿el sol?-donde dolían los objeto. Mis pupilas me pesaban tocadas por el aire preñado de ceniza y las horas se me hacían interminables hasta dejar caer los párpados con el crepúsculo. Juntábamos los gritos como moribundos con un jirón de helecho colgado de los brazos.

Todos habíamos venido de muy lejos
a aquella isla calificada de paradisiaca por la publicidad oficial y como buenos soldados cosíamos las banderas escupidas de orgullo. Habíamos venido llenos de hierro y estaño asidos a cuerdas de azufre, flotando sobre un mar de mercurio, esquivando las dentelladas de las mareas y casi olvidando nuestro origen. Sí, veníamos de muy lejos.

Sea como sea, ahora ya es tarde para quejarme.
Vaya por delante mi agradecimiento a la Nada por una ilusión de las cosas bien diferente de un Cosmos Fantasmagórico, en una noche aún por crear. Si Nada fue en mi vida verdad, entonces todo también lo era, el mundo mismo podría ser verdad. Ahora pongo mis manos de costumbre en la reja y miro huir los días gastados de ciclones y escribo como en una hoja de estaño humedecida por mis dedos, mis últimas impresiones de soldado.

                                                        Johann R. Bach
                                                                                                                           

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