18 dic 2018

Fragmento de la novela "Estudiante, soldado, calderero..."


UN SUBDIÁCONO EN LA PLAYA


Susurrante acaricia
el sacerdote tierno…,
como ojos de mujer.

Aquellas personas que no han visto cómo las aguas entran, de vez en cuando, en el bosque creen que esa situación no es real. Yo mismo dudo a menudo de que yo estuve sumergido en el barro entre maderos y muebles y ropas escapadas de los armarios…, en medio de una oscuridad asfixiante.

Es como si estuviéramos condenados
a vivir entre lo que fue posible y lo que nunca fue posible, entre lo que somos y lo que no somos, inspirando el universo y expirando el cosmos de nuestra alma diluida en dióxido de carbono que las plantas y los árboles se encargarán de reciclar…

Un trozo de madera es aún árbol y raíz…,
el árbol ya era un trozo de madera que algún día podría convertirse en pasta de papel o en virutas para paneles fácilmente mecanizables o en finas tiras para construir cajas para transportar la fruta y, por último, al margen de mil y una utilidad del árbol como, por ejemplo, la de dar frutos y oxígeno, cuando ya no sirve para nada, lo quemamos para entrar en calor.

Nos enredamos en la madeja de la vida
para intentar sentir entrelazados un tiempo y una realidad que se deslizan, que se hinchan y que merman, que van y vienen, que se retuercen como el viento que gira en la noche, pero que queremos llenos de contenidos no superficiales. Y el ovillo del tiempo que da vueltas nos vuelve a las galaxias ordenadas y desordenadas, en ese inmenso caos fuera de nuestra escala donde hay tiempo… o quizá no lo hay.

Creo que somos excesivos
o por lo menos yo sé que lo soy y el mundo también lo es. Derramamos realidad o quizá sólo sea yo el que derrama vivencias, entre ríos embriagados, voraginosos, de la realidad externa y los ríos rebeldes, inquisidores, de la realidad interna, y se me escapan dejándome vacíos que supuran, que erosionan… Queremos mundo y el cielo se nos cae encima.

Los seres reales como esas tres jóvenes diosas surgidas de una catequesis parroquial me consolaban con sus miradas furtivas dirigidas a mis labios y sus sonrisas eróticas, pero también me abrían las válvulas del corazón, descuartizándome una hipotética moral que no era sino el pago a una acogida aparentemente salvadora. Las tres me parecían maravillosas y como todo hombre yo también ambicionaba más sexo del que tenía y podía.

Me sentía bien en el exceso y, aunque hacía esfuerzos para moderar mis impulsos, era más fuerte el temor a la soledad, al menosprecio generalizado de la sociedad cuando sospechan que las cosas le pueden ir bien a uno. Por otro lado, no pude evitar hacerle caso a mi deseo interno: comencé a relacionar-me con ellas en secreto. Reunirme con ellas me hacía sentir como en aquel tiempo que me gustaba oír el alboroto del pájaro del otoño en la espesura del bosque caducifolio, cuando las hojas de la acacia llamaban a la puerta de casa y la cesta de las moras ya vacía albergaba una espléndida calabaza orlada con tres granadas, cuando mi madre abría las ventanas para que corriera el aire fresco de la mañana. Cada vez me costaba más recordar todo aquello.

Un domingo por la tarde acudieron a casa mis tres preciosa diosas con un cachorro labrador en los brazos. Estaban contentas con ese pequeño ser que la Providencia había puesto en sus manos; habían acordado que lo cuidarían entre las tres. Le dimos leche en un platito de café y mimos durante toda la tarde. Antes de marcharse a su casa me preguntaron si podíamos bautizarle. "Claro que sí -respondí- San francisco bautizó decenas de animales y nosotros no vamos a contradecir sus prácticas". Así que con las palabras "nosotros, en el nombre del Padre del Hijo y del Espíritu Santo te bautizamos y a partir de ahora tu nombre será Dom" y derramamos un poco de agua sobre su cabeza. Vi, después de "la ceremonia" brillar la felicidad en los ojos de las tres diosas. Cuando se fueron volví a pensar en Espe, en cómo cada vez la sentía más y más lejana.

Pensé en ese instante de soledad
que abraza el tiempo sin darse cuenta,
en cómo dormía ya en mis párpados.

Despacio me llegaba…
el grito de las hojas.
                                                                                                       Johann R. Bach

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