6 ene 2018

Una vez cumplidos los años suficientes,


TOZUDO SABOR DE VIDA

Una vez cumplidos los años suficientes,
a mí también me empezaron a aflorar los síntomas de la Enfermedad que más daño hace a las mujeres: entrometidas, chismosas, encastilladas en su fácil flujo genital de maledicencia, bañadas sus lenguas por el abundante líquido mercurial de las glándulas salivales que mojan las almohadas, las monomaníacas y acosadoras, eternas malhumoradas sin absolución posible, impotentes frente a la falta de amor, carcomidas por el deseo no saciado,

se vuelven expertas en culpar a los demás,
haciéndoles responsables del fracaso de sus vidas, convencidas de una superioridad proporcional a la grasa que deforma sus glúteos hiperbólicos.

Envanecidas por el esfuerzo del parto,
como si parir fuera el diploma universal de todos los esfuerzos universales, el esfuerzo de los esfuerzos, reclaman incluso una ovación por defecar con regularidad. Las celulíticas más atrevidas y aburguesadas son las que antes se precipitan a la conquista de "la polla negra" sin reparar siquiera que su afición por la negritud no es sino el fruto de su depresión y responsable de ese eccema eritematoso en forma de mariposa sobre sus rostros.

Su sensación de poder
se viene abajo rápidamente al comprobar la traición sentimental de aquellos glandes alquilados en los mercadillos africanos o caribeños.

Fue con H. R.
que descubrí un mundo entero de Hombres Antídoto, hombres a los que adorar, un mundo en el que no cuenta ese conjunto de vileza masculina en el que la piel exuda alicina propia de la cebolla y, que una vez cumplidos los años suficientes desfiguran el rostro hasta desenterrar la mueca de asco que siempre tuvieron oculta en sus miserables corazones.

Sentados frente a frente H. y yo
no éramos sino alumno y profesora. No éramos las únicas criaturas en el aula pero los otros alumnos leían en silencio mientras una sonrisa y el leve suspiro de nuestro aliento enfrentaba nuestros ojos. La vida era más poderosa que nosotros.

Desandada ternura que ahora toco
y se escapa mientras sueño; y aún veo el color rosado de su pecosa piel cubierta de abundante vello, la fugaz certidumbre de su sexo y su excitante muñón sustituyendo las caricias de una mano amputada, y como una herida me estremece el recuerdo de su lengua recorriendo mi geografía.

Las luces se apagaron en la sala
y a la espera de la aparición en la pantalla de Ana Karenina se instaló un silencio habitado, casi mágico, además de una especial disposición del cuerpo para existir como si hubiera otra piel debajo de la piel, para sentir en una prolongada sensación el puro instinto, bajo una bóveda oscura, frente al terciopelo de las butacas, … y de pronto, inesperada, su mano, su única mano, tomó suavemente la mía en la penumbra de la última fila.

Todo parecía estar preparado para nosotros:
labios húmedos y ojos de obsidiana tan cerca, casi sin aire entre ellos, con imágenes amorosas en la pantalla y el insistente sabor de vida en el ardor de la sal de la saliva en su lengua y dientes, imágenes de pasión -sí- tozudo sabor de vida. Todo nos empujaba a olvidar la diferencia de nuestros mundos.

Como si un par galvánico
se originara al contacto de sus dedos resbalando sobre mi clítoris, un corriente eléctrica recorría inopinadamente mis ganglios, como si aquel cine fuera el mundo de las sombras, y, del mismo modo que Ana Karenina, no pudiera sentir la dicha sin una avalancha de oscuridad.

El frágil tacto tierno de la piel
y la altivez suave de los pechos, detenidos en el aire de pronto, con las piernas abiertas y el flujo derramado sobre los muslos, su mano, su única mano, se deslizó buscando el íntimo musgo húmedo y los labios ocultos ácido aroma.

Mientras escapaba de los límites
impuestos por Kronos, de la amortajada claridad del exterior de la sala, ahogué el grito de la sangre y su fiesta escarlata y en mi corazón dejó de serpentear la culebra del desamparo y me sentí flotar como nunca entre las sombras que habían borrado todo lo que no fuera placer.

Si después de tantos años,
hiciera el amor otra vez con H. lo haría en Kiruna lejos de los dominios de de Formica Rufa la temible diosa de las hormigas rojas: le haría un velo blanco envolviéndoles su vientre con el vaho de mi aliento y pondría azucenas blancas sobre su sexo erguido que celebrarían el milagro de su esperma capaz de fecundar el hielo.

Aún me gusta y le quiero
con la fidelidad natural de los rayos de la luna, hasta el punto de enterrarme en su pecho como en una celda de cristal.

                                                                    Ermessenda

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