21 sept 2015

"Buscaré otro cuerpo para ocuparlo y seguir amándote"


LA CRISIS DE TÍA ALICIA

No sé de dónde Tía Alicia podía  sacar aquella fuerza sobrehumana que la obligaba a hacer cosas tan extrañas e incoherentes, pero cierto día al volver del hospital entró en casa y no pudo evitar una sensación de que todo lo que la rodeaba no hacía sino aprisionarla con sus invisibles hilos. Fue –según me contó a mí (aún una niña)- directamente al dormitorio. Allí se encontró imperturbable a Leonardo con sus cabellos rizados y revueltos, dormido, ajeno a todo, ajeno al mundo, medio envuelto en las sábanas. Sus labios inflamados estaban enrojecidos de tanto besar.

Una furia inhumana –me decía como lamentándose- se volvió a apoderar de mi mente, desencajé la puerta del espejo del armario y la dejé caer. Un crujido ahogado me hizo saber que el espejo se había hecho añicos al estamparse boca abajo sobre el suelo, del que había retirado desde hacía una semana la alfombra. Esta se encontraba enrollada a lo ancho en el sofá, sobre los cojines estampados de cretona y de seda anaranjada. Arrastré el piano, que por suerte tenía ruedas, hasta el centro de la habitación y apoyé en él la alfombra persa.

Me imagino cómo -según me decía ella- Tía Alicia con un esfuerzo terrible, pudo poner el sofá en pie y apoyarlo también sobre el piano reluciente y cómo se ajustó a la perfección entre los candelabros de bronce soldados a la tapa del piano. Se me hacía fácil pensar en qué se detuvo para recobrar el aliento y pasarse las manos llenas de polvo por la camiseta amarilla que cubría sus pechos.

Mientras me relataba aquella historia se dirigió a la ventana. La calle brillaba por el barro húmedo aún de la lluvia de la tarde bajo un pesado ocaso de otoño. En el jardín las largas colas de la parra que ya llegaban hasta la veranda, temblaban mecidas por las suaves ráfagas de viento. En la terraza dormitaba un gato atigrado de rayas naranjas y otras de un rojo oscuro.

"Dejé la ventana abierta –me decía continuando su relato- pero corrí los cortinones de damasco púrpura. En la habitación se hizo una penumbra rojiza. Un rayo de luz que se colaba entre las cortinas, se estrellaba contra la esquina brillante de la librería, justo donde estaba el pequeño crucifijo metálico, que lanzó bruscamente un destello blanco. Empecé a sacar los libros de la librería y a colocarlos, tras pensármelo un poco, alrededor del piano y del sofá.

Saqué del cajón de la mesita de noche un poemario en el que, de su puño y letra, estaba escrita una dedicatoria. La tengo grabada en mi corazón: "A Alicia, con amor, para que recuerde que, bajo el abigarrado rococó obsceno de nuestro mundo y de nuestra carne, nuestros huesos son góticos y nuestro espíritu también lo es. Leonardo, febrero de 196...". hojeé por encima las páginas llenas de quimeras. Coloqué aquel maravilloso libro en el suelo, junto a los otros. Me entraron unas ganas locas de reír y lo hice bien a gusto.

La tal librería no constaba más que de dos cuerpos de ochenta centímetros de ancho cada uno lacados en blanco, así que, sin libros, me fue fácil moverla hacia el centro de la estancia. Pero aquello me fatigó y tuve que tomarme un largo respiro después de desplazar cada mueble. Menos mal que no había demasiados en aquella habitación. La lámpara del techo me pareció que había elevado más arriba sus centelleantes lágrimas de cristal. Después de empujar y arrastrar la librería, agarré el sillón tapizado en satén de flores rojas sobre un fondo crema, lo puse patas arriba y lo dejé caer sobre el sofá, apoyándolo en el extremo ligeramente doblado de la alfombra. Luego abrí de par en par las portezuelas del "secretair", en las que estaba pintada una escena renacentista sobre la que decía AMOR OMNIA VINCIT (nada detiene al amor). Las saqué de las bisagras y las dejé caer al suelo sin cuidado alguno.

Dentro, en los estantes que olían a sándalo, había incontables botellitas policromadas, transparentes topacio o mates, talladas en cristal reluciente o modeladas en cristal soplado maleable. Los líquidos amarillentos o verdosos como el veneno ondeaban suavemente las velas en su interior. Tomé uno de ellos. Leí la caligrafía sofisticada: "Soir de Paris". Me puse en pie y agarrándolo como si fuera una granada, lo arrojé bruscamente contra el suelo. El gracioso perfume estalló en cientos de añicos y dejó una mancha húmeda con gotas que se escurrían por todas partes. Un sensual aroma inundó la habitación. Uno tras otro todos los frascos fueron corriendo la misma suerte. Leía sus nombres, Sensation, Magie noire, Capri, La Toja y luego los lanzaba furibundamente contra el suelo, cubriéndome los ojos con el brazo izquierdo para evitar las esquirlas.

Decidí conservar tres frasquitos de colonia y el medio litro de alcohol vínico, que había encontrado en uno de los compartimentos, y no los rompí sino que vacié en cambio su contenido sobre los muebles amontonados en medio de la estancia, murmurando:

"Vierte en la alfombra perfumes raros,
trae rosas para cubrirte con ellas".

Y volví a reír con ganas.
Me dirigí a la ventana y la cerré, dejando las cortinas echadas. En la habitación el olor se había vuelto más real que los objetos, en el aire se sentía un humo denso, casi visible. Allí seguí pisando los charquitos de perfume francés, a aplastar con la suela de los topolinos los tarros de crema y los tubos de maquillaje. Un aturdimiento voluptuoso impregnaba mi cuerpo ya fatigado. Habría querido -te lo aseguro- acostarme en cualquier rincón como en un paraíso artificial, pero sabía que tendría, si el rumbo de las cosas no se torciera, tiempo suficiente para dormir.

Tras subirme a un taburete, comencé a descolgar de la pared, uno a uno, los maravillosos platos de cerámica de Purullena y de Manises, con sus mundos de granadas y cobaltos. La Virgen María se adormecía sobre un tapiz púrpura, custodiada por querubines de alas y nimbos dorados. Cada uno de los platos, una vez retirado de la pared, dejaba tras él un círculo pálido, sobre el que se agitaban unas finas telarañas. La madera de los marcos de los cuadros, podrida, estaba surcada por miles de agujeros de carcoma. Quité primero la fila superior de platos que durante años habían sido escogidos entre miles en las cuevas-tienda de Purullena o Guadix, luego la segunda, en total unos quince.

Bajé del taburete y a punto estuve de caerme porque las piernas empezaban a negarse a obedecer mi voluntad. El aire se iba haciendo difícil de respirar. Aunque no te lo creas, reía a lo tonto, con unos lagrimones que brotaban de mis ojos irritados por el éter. Tras permanecer un rato con la espalda apoyada en la pared, empecé a colocar los cuadros entre los libros, alrededor de los muebles. Todo empezaba a adquirir el aspecto deseado.

Quedaba todavía el armario. Tambaleándome, hundí los brazos, hasta los hombros, entre las baldas y comencé a sacar grandes brazadas de ropa interior, de blusitas, camisetas, faldas escocesas y otras de telas más variadas, combinaciones brillantes y crujientes, chalequitos para ir de fiesta, cajas enteras con maquillaje y calcetines amarillos, a rayas, rojizos, algunos nuevecitos, otros ya desgastados, vaporosos vestidos de gasa, pañuelos negros con lentejuelas brillantes. Lo coloqué todo, aplastándolo con las manos, sobre la tapa del piano hasta que éste, entre los otros muebles más altos, cobró el aspecto de un nido atractivo, polícromo de una calidez deliciosa.

A continuación, del otro compartimento del armario saqué perchas enteras con vestidos de noche, algunos antiguos, con bordados minuciosos, gruesos como brocados, otros de seda ligera, luego unas cuantas prendas más y gorros de piel y tres tabardos largos y acolchados con capucha. En la parte inferior no te puedes hacer una idea de los incontables pares de zapatos, naturalmente los más caros: minúsculos, de piel brillante, algunos con pequeño adornos de metal. Renuncié a arrastrar también la cómoda, no habría sido capaz con aquella infinita somnolencia en los huesos.

Todo estaba listo -me dije. La habitación estaba recogida para ser pintada. Rompí a reír a carcajadas histéricas, arrastrándome por las paredes desnudas y asombrándome del eco de mi risa en la habitación desbastada. Apenas me tenía en pie. Cogí el vestido amarillo, el más pesado y arrugado y me lo puse. Me abroché con desidia los cordones del cuello y de los puños. La falda me llegaba hasta los tobillos. Me pasé las manos por los pechos, por las caderas, me acaricié, con la mirada perdida en el vacio, el cabello que me caía en rizos hasta los hombros.

Me dirigí a la gran estufa de terracota y saqué el bidón que había escondido detrás de antemano. Regué a conciencia aquel montón de muebles y trapos y después, volviendo la cabeza para no inhalar los vapores del líquido amarillo-marrón. "Esto es todo" -grité. "¡Todo, todo!". Me entraron ganas de devolver y de hecho vomité algo en una esquina de la habitación. pero mi lucidez hizo que me derrumbara llorando y como si estuviera abrazada a su pecho desnudo le pregunté en voz alta, casi gritando: ¿Qué más, amor, qué más?

Ya medio dormida me pareció oírle decir: "Buscaré otro cuerpo para ocuparlo y seguir amándote". ¿Cómo te reconoceré -le contesté ya en mi sueño- y si eso sucederá pronto? Sus últimas palabras resonaron en mi cerebro como una liberación: "No más de siete meses y me reconocerás por mi anillo de plata".

Después de ese relato comprendí -a pesar de mi corta edad- cómo por unas simples palabras resonando en su cerebro se libró de morir espantosamente abrasada; y, las continuas salidas de Tia Alicia a la calle mirando hacia todas partes y sus miradas, poco discretas por cierto, hacia las manos de todo hombre que se le acercara.

                                                           Johann R. Bach

2 comentarios:

  1. es una maravilla la descripcion de todo el mobiliario, rococo, armario, lampara, alfombras, piano secretaire, libros, fras coos de perfume, licores, y el enfado de ella, .Romanticismo puro, y a grandes males, grandes remedios. Locura en estado puro, y amor salvaje, como tiene que ser.Muy bueno. Dominio de la lengua brillante;algo, que ha desaparecido en las nuevas generaciones. Julio-

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  2. COMENTARIO DE XANA

    Un auténtico movimiento sísmico sacude el alma de Alicia,del llanto a la risa,la rabia,desesperación"¿qué más amor,qué más?"...que vas describiendo con una prosa trepidante a través de sus turbulencias con el mobiliario,las ropas ,los perfumes,contra ella misma hacia el abismo,con una prosa detallista ,muy rica en léxico,creando una atmósfera donde uno piensa el peor de lo desenlaces para esta mujer que lleva amor en vena manando locura "Sí,nada detiene al amor"," Buscaré otro cuerpo para ocuparlo y seguir amándote")
    Pero le son suficientes unas palabras para liberarla de un suicidio , seguir viva y amando.¿Acaso no es eso la vida?Tan bello como impactante ,Joan.

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