PRIMER INSOMNIO EN DELFOS
Soñé (o quizá no lo soñé)
que nos servía el vino un joven helénico cuando se derramaron unas gotas del oscuro odre sobre la mesa
donde Baco extendía su alegría.
Reparé
en la delicadeza acuática de tus manos, recorrí tu rostro con mi lenta mirada y la sombra que se impregnaba en el fino mantel
cuando tú te inclinabas.
Parecía el centro sosegado de una rosa.
Nunca habías aprendido a beber en porrón;
te valía la belleza del cuerpo y el conocimiento nocturno de todas las salivas.
Afuera… tal vez en Delfos
los cascos dorados de los caballos se enterraban en el polvo, los carros estaban listos, de las islas llegaba
el silencio perturbador de los sueños,
la ciudad se movía
y ataba las puntas durísimas de una estrella en duraluminio.
Este cuerpo mío, pasajero,
debía partir al amanecer y las calles ya habían comenzado a soportar el rumor de miles de gentes
ansiosas de conocer el oráculo.
En el fulgor cítrico –en mi sueño-
de los campos de naranjos que rodeaban el Templo de Apolo,
recuerdo
que aún no tenías los diecisiete años y el vino era puro.
Por la mañana
cuando los dioses cansados se reclinaban en sus lechos vegetales y sobre el mar surgían
constelaciones de repente palpables
se tornó dulce volver a amar como cualquiera de los adolescentes del mundo marítimo.
De nuevo me obligaste
a inventar el insomnio y a saciar la sed con la ambrosía de tus cabellos.
Johann R. Bach
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