9 dic 2012

ANTES DE UN JUICIO O EXÁMEN. DESPUÉS DE UN ACCIDENTE

 

·         Miedo al enfrentarse a un juicio

              GELSEMIUM 30 CH

              LYCOPODIUM 200 CH

·         Después de atropellar a una persona

              ARNICA 200 CH

 

Tú que conoces tu fertilidad

te rascas frente al espejo y te despeinas con cuidado para romper la rigidez de un pelo rebelde que quiere acariciar tu cara; te lames los rasguños de la noche y sonríes porque esperas otro día lleno de alboroto con tus alumnos, sales al encuentro de la mañana y saboreas un café corto como la jovencita que busca el musgo, el junco tierno y sensitivo con que vencer la ansiedad del hambre, ansiedad por echar los dados o resolver un teorema matemático.

 

Tiempo habrá para dormir despacio

una siesta sobre el suelo arenoso bajo una sombrilla soñando con hombres que dibujaban la fuerza de los bisontes en una cueva.

 

También, como ellos,

cuando llegue el crepúsculo, recordarás, como una más de tu especie, cómo aguardaste impaciente tus diecisiete años –número mágico- cómo te trastornabas y te incomodabas, sonreías con cariño y soñabas con tener tus propias criaturas mientras cantabas  contra el miedo en las tormentas.

 

Te levantas, te persigues

y te abrochas la luz contra la boca para salir al mundo y comprenderlo: su columna vertebral consiste en que mueran las violetas por el frío y alguien quede tendido en la memoria del llanto.

 

Pero después el día trae el deseo

y vienen la alegría y el antojo, de las hojas diminutas de coraje, tu apetencia por la belleza de las plantas y, feliz, rumias sobre tus bellos minimales.       

                                                                                   Elisa R. Bach

 

Un día al salir del trabajo, Yvette me dijo, como otras veces, que condujera yo. Habíamos empezado a circular con el Peugeot de Yvette lentamente, no veía muy bien a causa de la lluvia y la mala visibilidad de unos vidrios empañados totalmente, cuando de repente una sombra pareció tropezar con nuestro vehículo. Paré bruscamente y ambas nos precipitamos fuera del auto para socorrer a aquella persona que habíamos atropellado.

Se trataba de una mujer de unos cincuenta años que con nuestra ayuda se incorporó señalándonos su brazo izquierdo porque le dolía mucho. La hicimos subir al auto y la llevamos al Hospital Kremlin Bicêtre junto a la Porte d'Italie. Allí mientras la atendían llegó su hermano dándose la casualidad de que trabajaba en nuestra empresa lo mismo que ella.

Después de dar nuestros datos Yvette y yo seguimos camino de casa, en silencio y con el alma en vilo. Al llegar a casa Yvette habló por teléfono con el hermano de la mujer y realmente me tranquilizó saber que sólo se trataba de una fractura de húmero.

En poco menos de un mes fui citada para un juicio en el que se había de dilucidar si el accidente fue fortuito o no. El juicio duró unos diez minutos. En la sala dispuesta para las audiencias públicas había una tarima enormemente alta de unos cincuenta centímetros y sobre ella la mesa detrás de la cual se alzaba la figura del Juez como un semidiós. Las paredes tenían una pintura que posiblemente no habían renovado en los últimos veinte años. El ambiente no era precisamente el más adecuado para declarar relajadamente, pero las preguntas del juez fueron cortas y concisas.

A la accidentada le preguntaron si creía que el accidente fue de forma fortuita por la falta de visibilidad, a lo que ella contestó que sí. A mí me preguntó el juez si entendía el francés y si sabía lo que significaba el daño "fracture d'humerus". Al ver que comprendía totalmente lo que me decía me pidió la documentación del seguro. Yvette se levantó y me acercó una carpeta que entregué al Juez. Eso fue todo.

Nunca antes había estado bajo la posibilidad que un juez pudiera condenarme y, por otra parte ignoraba la posible pena y/o multa que podía recaer sobre mí en caso de sentencia negativa. La impotencia que  sentí ante un juez que, aparte de su Autoridad, se dirigía a mí desde una altura enorme, me obligó a ser cauta con las respuestas a pesar de que objetivamente no debía de temer nada. Y, sin embargo, en mi interior temblaba como un flan.

Yvette me propuso para celebrarlo ir a cenar a un restaurante aquel viernes. Bebimos Champagne hasta que comenzamos a desternillarnos de risa con el aluvión de chistes que Yvette guardaba en su cabeza de Afrodita. A la salida del restaurante tomamos un taxi que nos dio unas vueltas lentamente por la Place de la Concorde, por el Palais Royal y por indicación de Yvette fuimos a parar a Strasbourg-Saint Denis. Era un paseo que hubiera deseado eterno, que no acabara.

En un momento dado Yvette dijo al taxista que detuviera el vehículo. Bajó y habló con un individuo durante algunos minutos. Le entregó algo que no pude ver que era. El individuo en cuestión subió a la parte delantera del taxi y, dirigiéndose a mí, me dijo que se llamaba David. Después de recorrer algunas calles logré leer un letrero que indicaba Rue de Batignoles. El taxi se detuvo delante de un edificio del ayuntamiento y al otro lado de la calle había dos pequeños hoteles. Entramos en uno de ellos.

Fue una noche como pocas de desenfreno sexual en la que Yvette demostró que era tan desinhibida como en tantos otros campos. Al principio me pareció un comienzo demasiado rápido, pero pronto me volví bastante activa. Me excitó muchísimo ver a Yvette como se comía el sexo de aquel saco de músculos. Pero lo que más placer me dio fue comprobar que Yvette era una auténtica diosa del amor que había bajado de las estrellas para compartir conmigo sus aventuras y a partir de entonces ya no me pareció una "señora de sesenta años" del estilo de las que yo había conocido. Me pareció muchísimo más joven que cuando la conocí y también comprendí lo humana que era, como nunca me había parecido otra mujer.

Al día siguiente, Yvette me sorprendió una vez más al llevarme a una ruta en autobús por La Loire. Veía a través de los cristales de las amplias ventanas del vehículo preparado para turistas con una voz femenina que nos iba explicando historias de los castillos de la zona. Lo último que recuerdo antes de quedar dormida fue algo así como "Notre nature est dans le mouvement…" Era una frase como esas que los franceses te tiran a la cara de sus gloriosas historias en las que se comportan como si la Revolución francesa no se hubiera decidido hasta ayer.

Cuando me desperté volvíamos ya de regreso a París: un mar como un aliento de tejados de zincs y de pizarras y al mismo tiempo un aliento de bailes delicados y turbulentos. En aquellos años muchas calles olían a orines de los urinarios abiertos donde los hombres abandonados con su agua dorada escribían destinos que, hace tiempo olvidados, no consuelan a ningún corazón. Sobre paredes de brea cristalinas, cautivos del polvo y del hambre de la madrugada que se levanta con el día que bajo el arco del puente, se limpia los ojos, ven con horror que han perdido todos los trenes.

Al pasar por Saint Denis no pude evitar esa sensación de asco de esos burdeles, de esa belleza que agoniza entre los troncos del final del Bd Sebastopol. Sabía que Yvette deseaba mi cuerpo desde el primer día que la vi y eso no era nada extraño; lo extraordinario fue que yo acabara deseando el suyo. Mientras apoyaba su cabeza en mi hombro le agradecí la paciencia que tuvo conmigo hasta que llegó el momento en que me condujo a su piel marmórea y su excitante pubis gris convertido en la fuente más dulce que yo hubiera conocido hasta entonces.

Aquella misma semana fuimos dos veces a un café teatro situado en la verdadera arteria de París compuesta por "Les Grands Boulevards". En la sesión del martes no me enteré de nada: el monólogo de la actriz estaba acompañado de una música tan preciosa que mi entendimiento quedó aturdido. El jueves me vacuné contra la música de fondo y me dispuse a comprender la obra que según Yvette era de una gran poetisa.

Sentí un gran placer al ver que podía comprender aquel monólogo, que con un "tempo vivace" hacía vibrar noche tras noche a un público selecto de la "crème de la crème" de París. Al salir subimos al Peugeot y atravesamos lentamente la Place de L'Etoile y admiramos otra vez ese Arc de Triomphe que corona con todos sus focos Les Champs Elisées. Me sentí aún más madura al comprender que la Avenida más importante de París llevaba mi nombre como una mañana sin destrucción.

En el trabajo las cosas iban bien porque mi comportamiento al hablar poco con los compañeros, incluida Yvette, y sólo lo estrictamente necesario, me dejaba tiempo suficiente para todas las tareas de verificación de más de cincuenta máquinas de inyectar plástico y los jefes estaban contentos con mi actividad y mi carácter serio. Poco a poco en la empresa me iban valorando como una persona eficaz.

Las satisfacciones profesionales me llegaban semana tras semana como un torrente inagotable de experiencias y sin embargo, yo tenía la sospecha de que todo aquello debería finalizar algún día. Tal vez aquel accidente mortal al regresar Yvette de Rouen fue el preludio del límite de un aprendizaje obligado.

                                                                        Elisa R. Bach
                                                         www.homeo-psycho.de 

 

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