Comienzo de la calle Garriga i Roca
CARRETERA GARRIGA I ROCA
La calle Garriga i Roca
-una excusa para ir a buscar agua a la Font de'n Fargas- era un mundo meandroso donde experimenté la dulce dictadura del número pi: todo era curvo, incluso todo aquello que no lo pareciese.
Era una de las pocas calles
de todas las que rodeaban el parque que estaban asfaltadas aunque por ella no recuerdo que circulase coche alguno.
A los lados de las bicicletas
corría, a un ritmo "allegro ma non tropo", la indócil humildad de los bordillos en su simple encintado de aceras.
De poca pendiente,
excepto en el primer tramo que arrancaba desde la Avenida de Montserrat (hoy, Mare de Deu de Montserrat) era ideal para pasear en bicicleta.
Allí corríamos junto a las llantas
a toda velocidad sin peligro alguno agotando nuestra blanda musculatura. De vez en cuando deteníamos las ruedas escasamente lubricadas, a mitad de camino,
en el centro de una curva
y nos aventurábamos a penetrar en una extraña mina. Era un corredor de sección cuadrada construida con ladrillos rojos que nunca supimos nada acerca de su utilidad.
Parece ser que Miguel de Cervantes
en una de sus múltiples estancias en Barcelona estuvo en una casa llamada Más Ginardó, que parece que perteneció al famoso bandolero Perot Rocaguinarda. Es de este personaje de donde, quizás, también puede provenir el nombre de (el barrio) Guinardó.
Se habla de la existencia
de pasadizos secretos, largos y laberínticos, que permitían a Rocaguinarda fugarse cuando era asediado por las tropas del virrey, ya que comunicaban el cortijo con el interior de la antigua Barcelona amurallada. Incluso hay quien afirma haber recorrido parte de aquellos pasadizos.
"Perot lo Ladrón"
Rocaguinarda, hijo de Oristà
y conocido como "Perot lo Ladrón", logró tal renombre que incluso Cervantes se hizo eco de él en El Quijote.
Fue miembro de la banda de los nyerros (ñerros), en una época -el siglo XVI- en que el bandolerismo tenía más que ver con pertenecer a un "bando" que con el latrocinio.
Lo que si es cierto
es que nosotros conocíamos muchos de aquellos túneles del Guinardó. Los recorríamos con gran excitación como aventuras soñadas y deseadas.
En la confluencia de las calles –por ejemplo-
de Varsovia y Telégrafo había una boca, oculta por las zarzas, de un pasadizo que pasando por debajo del Hospital de San Pablo salía a un solar de la calle Castillejos por debajo de la Calle Córcega.
La mina de la Calle Garriga i Roca
era como un pasillo que conducía a una especie de plazoleta sin salida a excepción de un pozo vertical por el que nunca nos atrevimos a subir por él.
El agua se filtraba por todas partes
y goteaba por pequeñas estalactitas y acrecentaba nuestra sensación de encontrarnos ante algo prohibido.
El helor que surgía de las paredes
era como una agonía que se nos pegaba a la piel. Al salir de aquel extraño conducto nos tumbábamos al sol
buscando un cálido reposo
parecido al de las ruedas de nuestras bicicletas agazapadas sobre la hierba. Como ansiosos átomos que se acercan más y más se engendraba en nosotros
una llamarada
que se transformaba en un fiero deseo de encontrar el placer infinito de los primeros besos.
La proximidad de nuestros cuerpos
dentro de la mina nos excitaba hasta lo indecible; el sol y la soledad de la calle aportaban el resto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario