18 nov 2011

BARCELONA NACIÓ CON LOS GRANADOS (Cap 3)

Capítulo 3

 

·         Para recuperar la confianza en sí mismo

SILICEA 200 CH

PHOSPHORICUM ACIDUM 200 CH

 

Un respiro, una tregua

 

París fue un respiro, una tregua

en tu adaptación

a un mundo nuevo para ti;

como una crisálida naciente

necesitabas un aire azul y fresco.

 

Tú tenías los años precisos,

esos en que la vida,

como si no fuera nuestra, 

se agazapa tras las puertas.

Y todos los caminos que iniciabas

volvían de nuevo, como en círculos,

al punto de partida.

 

Deseabas, entre esperanzas

y desesperaciones, divisar

caminos que irrumpieran

desde alguna tierra lejana,

que te volvieran la vida,

de pronto, abierta, tuya,

expectante y caliente,

como al anochecer la casa propia.

Esperabas que la alegría se convirtiera,

ella sola, en oficio, de manos

de las que surgen por sí el trabajo,

y hasta los días perdidos fueran

como escalones que suben a lo nuevo

y nos llevan más lejos.

 

Te movías en este mundo

que es, en gran parte, el de lo real.

Lo que los humanos hacen

es lo que aquí sucede;

y, ahora, ya sabes que lo grande

procede de lo que ellos alcanzan.

 

Pero, también aprendiste,

que lo grande surge porque

miles de hombres

diariamente velan y crean y plantan

y sufren y aman y piensan

y porque nada de eso se pierde…

 

París te permitió un oficio, un amor

y una gramática nueva de la vida.                  Elisa R. Bach
 

La primera semana de trabajo en Prestil, filial de Fermeture Eclair, a pesar de la amabilidad con la que me atendió todo el personal, fue estresante. Tenía que madrugar bastante para coger el metro en Rue de Bac para llegar a la estación del tren en Saint Michel. El tren me dejaba en Choisy le Roi casi media hora antes de la hora de entrada lo cual me tranquilizaba un poco y me daba tiempo de tomar un café creme y un croissant.

 

El portero de la fábrica era valenciano y muy atento. Me contó que en Francia las grandes empresas tenían un tanto por ciento de personal con algún hándicap. Concretamente a él le faltaba una mano. Me explicó que vivía con su mujer Carmen, y que no tenían hijos. Llegaron a París para trabajar y ahorrar dinero para comprar un piso en Valencia. Se ofreció a interceder por mí ante la propietaria de su apartamento porque creía que tendría alguna habitación libre para alquilar. Y, en efecto, así lo hizo. Aquella misma semana me trasladé al número 13 del Boulevard Raspail. Fue un domingo maravilloso.

 

Se podía acceder al interior del edificio por la puerta principal, ornamentada con hierro forjado que daba paso a una escalera de mármol revestida con una alfombra roja, rematada con barras doradas en las contrahuellas o por la escalera de servicio, oscura, con escalones de piedra pero sólidos y curiosamente se accedía al último, después de pasar por un angosto pasillo, mediante tres tramos de una escalera de madera de ocho escalones cada uno. Daba la sensación de que aquel último piso hubiera sido construido en una época posterior a la del edificio.

 

Como el ascensor no llegaba hasta la planta de las mansardas, no había más remedio que atravesar aquel oscuro pasillo y remontar aquellos tristes peldaños de madera que gemían bajo el peso incluso de personas muy ligeras y que delataban la presencia de alguien que subiera. Forzosamente nos cruzábamos unos con otros todos los ocupantes de aquellas buhardillas que inicialmente parecían haberse construido para criadas. Toda aquella planta olía a jabón barato y a madera húmeda, probablemente debido a la limpieza, reiterada, con los mismos productos.

 

La habitación era amplia y estaba bañada literalmente por la luz de un gran ventanal-balcón y su mobiliario constaba de una cama-canapé, tres sillas, una mesa-escritorio, un perchero de tres pies, una mesita de noche, un armario pequeño de un solo cuerpo. Todo ello situado sobre un suelo de madera antigua, pero barnizada recientemente que le daba calidez a la estancia. Las paredes estaban "tapizadas" con una tela de saco pintada de color blanco. Tres reproducciones de Van Gogh enmarcadas como cuadros alegraban un poco la vista interior. Entrando a la derecha había un plato de ducha y un lavabo. Las letrinas estaban fuera, en el rellano, junto a la estructura del ascensor.

 

En la misma planta, vivía Luis, el portero de la fábrica y su esposa Carmen; dos puertas más al fondo, una amiga de ellos. Más tarde conocí a la chica de la habitación contigua porque me dejó una nota diciéndome que en mi habitación tenía un escape de agua y que le estaba afectando a su habitación. La nota estaba firmada por "Marie ta voisine" Ese cariñoso "ta" me gustó: indicaba familiaridad.

 

Después de la jornada laboral, me acostumbré a dar un paseo por el Boulevard Saint Germain hasta alcanzar el Boulevard Saint Michel y pasando, junto a la Fontaine famosa, por el puente sobre el Sena, tomaba la Rive Droite hasta la Pasarela de Solferino. Desde allí atravesando la Rue de l'Université volvía a recuperar el Boulevard Saint Germain que me conducía directamente al comienzo del Bd. Raspail. Al principio ese recorrido no era más que un paseo a paso vivo sin detenerme a mirar la belleza del Sena a esas horas o la monumental carga histórica de los edificios del largo circuito.

 

En el interior de ese circuito se encuentra entre otros, encintado por la parte norte con el Sena, el "barrio" Saint Germain des Prés, pegado al de Saint Michel lleno de calles que hay que haberlas visto, esas pequeñas y pequeñísimas calles de ese París que el urbanismo de Hausmann no pudo destrozar. Es como si hubieran aprendido de memoria un día, un solo día; y lo gritasen ininterrumpidamente al sol como un poema. Cuando se acerca la noche se vuelven sin embargo meditabundas porque se han cerrado las paradas del mercado y todo el comercio adjunto.

 

Se nota en los restaurantes de sitos en diminutas plazas, que –las calles- se esfuerzan por responder a la oscura pregunta que está en el aire. Eso es conmovedor, aunque el que viene de fuera le resulta algo cómico. Porque él no tiene duda: hay una respuesta, aunque no se sabe cuál. Lo que parece seguro es que – la respuesta- no vendrá de las calles pequeñas y pequeñísimas de París.

 

 

Esa misma impresión se produce en las calles del Barrio gótico y en el Arrabal de Barcelona, en la Barceloneta o en Gracia. Pero a pesar de todo: también en las pequeñas y mínimas calles de París (o Barcelona), las niñas se hacen mayores de la noche a la mañana.

 

Descubrí rincones asombrosos tales como El Corso, un restaurante situado en la Rue Almiral de Roussin (una travesía de la Rue Lecourbe) donde podías comer y la forma de pago era dejar el dinero, el que voluntariamente querías o podías, en un cajón junto a la puerta de salida y que nadie veía la cantidad que depositabas. Era un local muy modesto donde podías ver cómo cocinaban los platos. Todo estaba a la vista. Las paredes estaban cubiertas de posters de toda clase de personajes: junto a poetas figuraban revolucionarios como Lenin o cantantes de época como La Mistinguette. Ese local me recordaba al comedor del restaurante económico de la calle Joaquín Costa.

 

Subí por primera vez al Bateau Mouche que me paseó por el Sena dándome otro ángulo desde donde ver París. El navegar por el Sena es tan placentero que no hay más remedio que apercibirse de la belleza de las edificaciones de tipo arquitectónicos diversos porque el pensamiento se mece con suavidad y hace olvidar otras preocupaciones.

 

Otro de los atractivos de París que me fascinaba era el aeropuerto de Orly donde no hacía falta que esperase a un ser querido o a alguna autoridad del mundo del cine para sentir como mi alma despegaba junto a aviones que ignoraba su destino mientras tomaba un "expresso". Después de soñar despierta en Orly paseaba pensativa y prometiéndome a mí misma ir a almorzar a algún restaurant de Montparnasse. Al Restaurant "La Coupole", por ejemplo. Allí, durante el almuerzo evitaría hablar de cosas ajenas a los placeres de la mesa (francesa por supuesto). Después, aún en la terraza de "La Coupole", al tomar el café, hablaría con alguien sobre el largo viaje que he realizado hasta llegar al corazón de París.

 

El grupo de amigos de Hervé decidió ir y llevarme a un pequeño concierto de violín y piano que se ofrece junto a otros muchos en Montparnasse. Acepté a pesar de que la música de violín en aquellos años me hacía llorar y por otro lado el estar sentada mucho tiempo me afectaba la circulación y las piernas se me inflaban. Un amigo de Hervé se pegó literalmente a mí durante el concierto, pero como no articulaba palabra y además yo sólo escuchaba la cosa no pasó más allá de unos cuantos besos de tuerca.

 

A pesar de ser suave el clima debido a la humedad que proporcionan los ríos Sena, Marne, Eure y Yonne (más alguno que me dejo), el invierno, según decían es algo duro en París. La humedad atempera el frío, pero recuerdo que durante toda mi infancia, se colaba subrepticiamente en mis oídos de niña delicada y por ello renuncié a acudir a cursos de natación. En efecto, a pesar de que todas las piscinas donde se realizan los cursos están climatizadas siempre regresaba a casa con fuertes dolores debidos a la otitis media como consecuencia de la humedad.

 

La humedad debía también afectar a ciertas áreas de mi cerebro de forma que, después de ir a una piscina climatizada,  notaba que me costaba más tomar decisiones. Ese tipo de sensaciones hacían de mí una persona de carácter maleable y dúctil como la "Flor de los Vientos" y, sin embargo aquella humedad del mes de agosto en mi habitación del Boulevard Raspail, le sentaba bien a mi piel. Y los paseos a pie por el Bd.  Saint Germain hasta la Rue de Rennes me relajaban y me ayudaban a dormir por la noche.   

 

Creo que esa humedad de l'Île de France me sentaba bien aunque por la mañana normalmente me moría de sueño mientras los demás compañeros de trabajo parecían estar frescos como rosas, pero con sonrisas comprensivas me indicaban que aprobaban mi conducta de loca enamorada de la noche parisina.

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