7 sept 2018

Fragmento de la novela "Ojos de Esfinge, Ojos de Té"


EL OTOÑO FEMENINO


Cuando conocí a Pablito,
de toda su familia no había quedado sino una hermana veinte años mayor que él.

Aquella única hermana
había perdido el juicio cuando Pablito apenas si había alcanzado los diez años. Se imaginaba -y así se lo contaba a él- que la casa se había trasladado a un lugar cercano a Las Termópilas;

confundía la mitología,
la historia, y su vida privada, el pasado y el presente, el futuro no. Sólo su proyección de futuro tenía sentido: solía decir que su futuro estaba en el manicomio de Verdún.

Pablito era el pequeño
-pequeño es un decir porque según él se empezaba a envejecer a los veinticuatro años-, pero era el más pequeño de la familia y el único por cierto que sobrevivía como si su piel albergara, como una cáscara de almendra, un núcleo interno cargado de sodio; elemento químico que abunda en aquellas personas que parecen no envejecer: con voz atiplada, sin arrugas en la cara, con fuego en los ojos y una cierta sonrisa en los labios.

La Bego decía que Pablito
era una criatura maravillosa que veía en cada mujer tras su insinuante delantal, a una hechicera secreta en medio de la alquimia de las verduras, las carnes, las frutas, las espinas de pescado;

se las imaginaba
con sus enormes cucharas de madera profetizando por encima del vapor de las ollas, moldeando con el humo a una mujer delgada, sacrificada con pelo blanco en sienes hundidas

o barcos de tres palos
con gruesos cabos colgando.

Pablito debió con toda seguridad aprender,
desde muy joven, a leer en el movimiento de la nuez de los hombres sus sonidos emitidos en voz baja; y, oír por detrás de las puertas los secretos de la noche,

hasta caer en un sueño rojo
salpicado de chispas como soles lejanos en el que suena una música, a fin de cuentas, exquisita, angelical y organizada de los astros.

Con el paso de los años,
debió experimentar que no importa que el error no se borre; que basta el movimiento de la estrella un movimiento amable, perpetuo y pertinaz como un primero y último sentido

-ritmo; fuerza celestial y práctica a la vez
como la del antiguo telar y la del verso-

va y viene, va y viene,
la estrella se mueve entre los cipreses, lanzadera de oro en medio de largos hilos, ya ocultando, ya mostrando el error del mundo -diferente en cada cuerpo-, un error del destino…

Y, sin embargo, tempranamente,
aceptó la hermosura de las tardes del otoño femenino.

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