16 jun 2015

En el pasillo Lucretia se estiró en el suelo esperando que yo hiciera lo mismo

BERLÍN (III).
LA LARGA NOCHE DE LOS MUSEOS
¿Era Lucretia Mott descendiente del poeta Tito Lucretio Caro autor de "De Rerum Natura"?



Yo no sabía cuántas veces
la había tendido de espaldas sobre la mesa de billar del restaurante a la hora de bajar la puerta al público, cuántas veces había acariciado sus pechos y había pasado mi mano por sus omóplatos, que apenas sobresalían bajo su piel cálida, seca y resbaladiza, bajo la que se notaba una capa elástica de grasa, cuántas veces le había quitado el jersey y había enrollado hasta la cintura, recogiéndola en pliegues superpuestos, su falda escocesa. Cuando introduje los dedos de mi mano derecha bajo la goma inferior de sus bragas y los hundí entre su vello áspero y rizado…

Lucretia había cerrado la puerta
de la última sala de aquel inmenso mundo de los "seres vivos" y tanteaba la pared de la derecha, donde había un cuadro de luces. Levantó  una pequeña manecilla en forma de horca y empezó  hacerse la luz, aunque no se distinguía el origen de la misma. Simplemente, poco a poco, todo lo que podíamos ver adquiría por sí mismo forma y colores, cada vez más vivos y más precisos como si cada punto del espacio fuera su propia fuente de luz. Al poco rato, toda la sucesión de salas, a lo largo de las cuales se alineaban vitrinas repletas, se hizo visible como si estuviera bajo unas potentes luces de neón.

Lucretia me arrastraba
hacia el fondo de aquel túnel parecido a una estación de metro apenas iluminado. Tras una puerta metálica, aparentemente moderna, se abría ante nosotros una enorme sala con un techo de vidrio situado a una altura descomunal del que caía una cortina de luz de origen desconocido. De hecho, estaba tan encantado con aquel descubrimiento que lo único mortal a lo que me sentía aferrado, no era otra cosa que la mano de Lucretia Mott en el supuesto caso de que no fuese un ángel revestido de piel humana. Estábamos solos en aquellos inmensos almacenes proveedores de piezas de museo. ¡Podía verlo todo como nadie lo había visto jamás!

Ella me arrastraba con una cierta impaciencia
pero, durante todo el rato que deambulamos por sus salas, no pude evitar detenerme a contemplar con avidez las colecciones que allí se albergaban. Pues en la primera sala, brillando con todos los matices posibles, en las baldas de las vitrinas negras o sobre las mesas cubiertas con una capa de cristal, había trozos de materia sólida, bolas y placas de minerales.

Vi silvanito, cinabrio rojo,
blenda con galena y blenda con mica en bolas cóncavas tan útiles en medicina para la circulación sanguínea, bismuto el gran digestivo de los niños, azufre amarillo como terrones de azúcar sobre los que hubiera orinado alguien, gneis estriado, gres rosa el gran remedio del estreñimiento humano. Había zonas especiales reservadas a las piedras semipreciosas de un brillo mate o claras como elagua: aventurino de un verde translúcido, ágata de miles de colores, del marrón brillante al rojo brillante y del azul brillante al naranja brillante, calcedonia azulada, cuarzo ojo-de-tigre –dicen que quien lo mira muere ese mismo año-, piedra moka, de un color aún no bautizado, sin nombre, sardonia, el helitropo, también llamado matostato, malaquita de color veneno, serpentino y prasópalo, colocados sombríos uno junto a otro, irradiando soledad.

Mil veces más grandes,
creados (¿por quién?) en enormes burbujas subterráneas, yacían sobre el grueso cristal las geodas de cuarzo y los erizos color violeta de las geodas de amatista. El ópalo, el zafiro, la turquesa, el berilio y la turmalina base de importantes medicinas para la depresión intentaban rivalizar con las grandes imitaciones de diamante de vidrio: el Gran Mogol descrito por Tavernier, la fascinante "piedra de la luna", llamada también diamante Steward, el inmenso Cullinan, mayor que una pelota de tenis, una réplica de la Piedra del Sur.

Veía el rostro de Lucretia
reflejado en todas y cada una de las vitrinas. También ella me miraba de reojo y nos besábamos a cada instante. Atravesamos rápidamente los pasillos oscuros en los que se abrían las ventanas de los pequeños dioramas que representaban, a través de reproducciones toscamente pintadas, la vida en el cámbrico, en el siluriano, en el devónico (tan sólo unas formas subacuáticas, difíciles de identificar), el jurásico, el cretácico con sus ridículos reptiles (Lucretia se moría de risa al ver al temible Tiranosaurus rex, de unos quince centímetros de altura similar a la figura de mis genitales), en el mioceno, el plioceno, el cuaternario (mamuts cubiertos con una pintura blanca simulando la nieve en paisajes apocalípticos, frente a los cuales el Antártico no es más que un patio de colegio)

En el pasillo Lucretia se estiró en el suelo
esperando que yo hiciera lo mismo para empezar de nuevo los escarceos amorosos…
                                                                Johann R. Bach

1 comentario:

  1. No me gusta - se estiró al suelo-. me gustaria mas , - se dejo caer al suelo y suavemente me tendió la mano, para que yo hiciera lo mismo.

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