VIDA SECRETA EN EL MONASTERIO
Tu vida en el Monasterio
se parecía bastante a la de las piedras:
por fuera eras como una adivinanza
que nadie sabía cómo resolverla.
Vivías inmóvil la mayor parte del tiempo.
Era tu estrategia pasar inadvertida.
De día parecías soñar al borde del abismo
y ni el fuego ni la lluvia podían comprenderte;
pero de noche, si alguien hubiera hecho oído
sobre tu corazón habría escuchado
fiestas clandestinas allí dentro,
bosones sacando a bailar a otros bosones
sobre inmensas pistas de baile como átomos,
y, fuegos artificiales en los cielos domésticos
surcados continuamente por electrones.
Apenas les dabas ocasión o la espalda,
se despedían de la tierra para unirse
iónicamente a otros mundos metálicos
o covalentemente para licuarse y
resbalar por la piel de los mares; y,
después de rodar cuesta abajo
persiguiendo a un sol donde se aprietan
protones y neutrones incubados por ángeles.
A veces te sorprendían en una de esas fiestas
saludando con relámpagos secretos,
probando con ello que eras pariente lejano
de las nubes ionizadas y el castigo era inmediato:
tres días de aislamiento completo en tu celda
con el agua y el pan racionados.
Después de vivir algunos de esos castigos
descubriste que no eran tan duros;
como a muchas otras te gustaba traspasar
la gelatina del silencio que cubre las cosas,
tropezar dos veces con la misma pareja,
viajar sin salvoconducto
al interior del núcleo el país de las heridas.
Hasta ahora los bosones callaban
-lo mismo que tú-, jamás respondían:
hechos de silencio, cuando se les nombraba,
realmente, al pie de los ríos o pasando sobre ellos
el agua como los créditos de un largometraje,
los arrojábamos a nuestro propio tejado.
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