22 dic 2011

BARCELONA NACIÓ CON LOS GRANADOS (Cap. 8)

Capítulo 8

 

·         Insuficiencia respiratoria

              OXIGENO 30 CH (200 CH)

 

Te faltó el Oxígeno 30 CH1

 

Comenzaba el verano,

como monjas tempraneras las golondrinas

alzaban sus tocas blancas y negras

y tú querías irte.

 

Me parecía imposible que tu cuerpo

a pesar de la luz del sol, quisiera reposo

y olvidara la ternura de aquellos días.

 

Porque todo era bello

cuando tú estabas entre nosotros,

y ahora sólo podríamos llevarte flores

y decirte adiós con música o con poemas

y revivirte entre sueños y alegrías.

 

Era un día de verano y tú querías irte.

Sobre la mesa había una chichonera2,

en la que guardabas los huevos de zurcir;

redonda y de ligero mimbre que tú

docta cigüeña, tan algebraica,

habías construido sacándole a las tardes

la raíz cuadrada.

 

Era un día tan bonito que la tristeza

nunca habría podido enamorarte.

Tan dulce era, que no podías saber

que el oxígeno te negaba la belleza

que los mismos dioses y los gorriones

te habían olvidado

porque las migajas

que se secaban en la ventana

apenas si daban para una mirada.

                                             Elisa R. Bach

 

(1)      Medicamento homeopático

(2)      La chichonera era una especie de casco hecho de mimbre que protegía la cabeza de los niños. Era redondo como un neumático de coche. Cuando los niños se hacían mayores se reutilizaba como cesto de costura.

 

Con frecuencia, mientras miraba la calidad de una estructura de gafas, me la imaginaba dotada de unos lentes con los que podías ver el futuro, pero poniéndolos del revés pudieras ver el pasado. Hubo un día que esa sensación era tan fuerte como la realidad: mirando las gafas del revés "vi"

a mi madre bajando del autobús jadeante, roja la cara y tambaleándose. Se tumbó en el suelo con una sensación de mareo como nunca antes lo había sentido.

 

En un último segundo de lucidez debió pasar por su pensamiento la sospecha de lo que estaba ocurriendo: mientras abría la boca para inspirar la última bocanada de aire, debió pensar en todos nosotros. Debió pensar que siempre hizo todo lo posible por aceptar la vida y de la misma manera se dispuso a dar el paso final, a pesar de la rapidez que su conciencia estaba pasando el umbral que conduce al Inframundo. Con una cierta sonrisa debió de aceptar el desenlace. No fue una maldición porque su sufrimiento fue mínimo. Todo pasó como si en unos pocos segundos todo el mar de sufrimientos en el que había vivido se hubiera apaciguado.

 

En aquellos días yo trabaja en la Editorial Salvat de correctora. Era un trabajo muy bien remunerado. Nos pagaban a razón de 50 Pesetas/hora. El trabajo consistía en leer atenta y alfabéticamente una enciclopedia tras otra, anotando en una ficha cualquier falta o errata. Trabajando diez o doce horas los sábado y otras tantas los domingos ganaba suficiente para pagarme la pensión de la Calle Joaquim Costa y mi manutención. Ganar mil pesetas a la semana cuando un obrero normal ganaba ochocientas cincuenta pesetas al mes da idea del nivel de vida de los afortunados que trabajaban en aquella época en la Editorial.

 

Por mis manos pasaron todas las sílabas, una por una de tres enciclopedias famosas en aquellos momentos. Yo siempre estuve orgullosa de la corrección "Salvat 4" y "Vector 1" (enciclopedias que se publicaban por fasículos) y "Universitas" una enciclopedia de pretendida calidad divulgativa, plagada de conceptos rancios y "demodés". El trabajo era aburrido, pero allí conocí a gente como Marco que estaba metido en política hasta el cuello y que luego participaría en la Asamblea Constituyente de lo que fue el SDEUB (Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona) y Carles Urritz autor de la traducción al catalán de la famosa novela La Catedral del Mar. Él fue el corrector de ese título transformándolo en la Iglesia del Mar.

 

Cuando aquella insuficiencia respiratoria acabó con la vida de mi madre, ya hacía tiempo que no me hablaba con mi hermano. A partir de un momento de su vida (hacia los veinte años) mi hermano desapareció prácticamente de nuestra casa. Se había ido a vivir con una mujer bastante mayor que él, por eso cuando lo volví a ver en el entierro de nuestra madre, apenas lo reconocí. Sin pelo y con unos diez kilos de más su figura ya no me era familiar.

 

Mi hermana, a pesar de los novios que tuvo, siempre había reservado algunos momentos para visitarme cuando aún estaba yo en casa y posteriormente en la pensión. Estudió ATS para acabar pronto la fase estudiantil y se casó con uno de esos locos simpáticos de la época que bebía güisquis los sábados por la noche en la Pla Real y escuchaba música de jazz en el Jamboree; trucaba el motor de cualquier seiscientos que le pusieran en sus manos y bailaba de vez en cuando en el San Carlos al ritmo de "Los Sirex" y "Los Brincos". El "Bocaccio" era demasiado finolis para él.

 

Mi hermana tuvo con Toni un hijo que nació con una dificultad digestiva de forma que su vida no fue viable, muriendo a los seis meses. Tuvo luego dos niñas más antes de que Toni se estrellase con uno de sus coches trucados. Al verse viuda, entró a trabajar en la Residencia Generalísimo Franco (posteriormente, Residencia del Valle de Hebrón), reanudó los estudios de medicina, pero al licenciarse no abandonó su plaza de ATS. No podía renunciar a un sueldo doble del que le ofrecían como médico. Cuando vine a París perdimos el contacto. Desde entonces no he vuelto a saber de ella. A través de alguien que no recuerdo exactamente quién fue, me enteré que se casó por segunda vez con Eduardo, "un señor que vendía pianos". Pero no tardó en separarse de él porque maltrataba a las niñas.

 

Sé que tengo una prima, Cinta, que se casó con un muchacho francés y se fue a vivir con a Tours. Nuria era una de los cuatros hermanos, hijos de mi tío Pedro (primo de mi madre), gran ególatra, cantante de ópera frustrado. Narcisa, hermana de Cinta, gran aficionada a la natación se suicidó, el hermano pequeño, Pablo, cayó de un balcón y su inteligencia quedó mermada en gran parte, pero sobrevivió; y, Carmen, la mayor, hizo unos cursos de contabilidad y se colocó en las oficinas de la Hispano Olivetti y desde entonces nada he sabido de ella.

 

El resto de familia por parte de mi madre, a excepción de mi tía Pilar (su hermana), hermanos, primos, tíos, etc. vivían distribuidos entre Alicante, Valencia y Mallorca y nadie les avisó de su muerte. Mi tía Pilar era la única que nos visitaba regularmente mientras fuimos niños y siempre nos traía algún regalo: un duro de plata, una harmónica, un pañuelo o simplemente alguna tableta de chocolate que obtenía del Hotel Ritz donde trabajaba en la lavandería. Se mantuvo soltera con un novio que era casado hasta que éste enviudó. Se casó finalmente con él y tuvo un hijo al que sólo habré visto media docena de veces. Las hijas de él – veinte años mayores que el niño- lo recibieron con mucho cariño.

 

Ramón, hermano de mi madre, siguió la saga marinera y llegó a ser Capitán de la Marina Mercante. Estuvo siempre destinado en Cartagena y no lo llegué a conocer. De él sólo sé que se casó y no tuvo hijos.

 

En Denia una prima de mi madre tenía una peluquería que era muy divertida, pero no pensaba en otra cosa que en ganar dinero. Se casó a la edad de 45 años con un director de un banco creyendo que por lo menos alguna pequeña parte del banco era suya porque le enseñó unos papeles haciéndose pasar por accionista del Banco. Pero una tía suya, Rosita –ignoro el grado de parentesco que yo tenía con ella-, se casó a los sesenta años con un labrador y vinieron a hospedarse a casa en su viaje de novios.

 

Otro primo de mi madre, José, parecía el rico de la familia. Fumaba puros todos los días y tenía una hija simpatiquísima, que debía ser también prima mía. José montó la primera fábrica de juguetes de Denía. Eran juguetes de plástico inyectado. ¿Quién hubiera podido decirme que yo sería una experta en control de calidad de toda clase de piezas mecanizadas y/o moldeadas por inyección a presión?

 

Por la parte de mi padre la familia también era numerosa. Mi padre era el número once de doce hermanos. El número doce emigró al Canadá y nunca llegué a conocerlo; al parecer murió de tuberculosis. Entre los doce, cuatro eran mujeres: María que se hizo monja, Margarita que se casó con un tal Ricardo que presumía de ser una persona adinerada y finalmente resultó ser un pobretón sin ganas de trabajar, Concepción, la mayor, que se desvivía por ayudar a todos los hermanos y Carmen que se casó con un oficial de la Guardia Civil teniendo siempre domicilios diversos; el último fue en Castellón.

 

Los hermanos de mi padre se llevaban muchos años entre ellos. El mayor de todos, Carlos, se colocó a trabajar de funcionario en los Juzgados de Barcelona. Murió siendo yo muy niña al caerse bajando de un tranvía. Con la pelvis rota llegó por su propio pié a casa y al enfriarse la cadera falleció. Manuel se casó con una maestra de escuela de Viladecans y era enemiga del trato social con la familia de mi padre; tuvieron dos hijos (primos hermanos míos), Fernando y Alicia.

 

Nunca tuve trato con ellos, pero llegué a saber que Manuel, de oficio zapatero remendón, era el que reparaba el calzado que sus hermanos menores destrozaban jugando a fútbol. Cuando se jubiló, dejó el taller donde había trabajado toda su vida y desde aquel momento empezó a ganar el dinero a espuertas haciendo calzado a medida por encargo.

 

 Otro de los hermanos, Juan, se casó con una mujer adinerada y tuvo con ella dos hijos Miguel que se hizo músico y emigró a Finlandia y Carlos, que se dedicó siempre al comercio (su mujer Inés tampoco quería saber nada del resto de la familia).

 

Desconocía cuántos primos y primas tenía y que según mi hermano se contaban por docenas. Al entierro de mi madre no acudió nadie. La enterramos en el Cementerio de Collserola y a la ceremonia vinieron sólo mis hermanos y algunos pocos amigos de la Facultad.

 

Con una familia como la mía, las dificultades nacían por todos lados, pero Yvette me ha enseñado que la risa, junto con el sueño y la esperanza son, probablemente, tres cosas que el cielo ha concedido al ser humano como contrapeso a las penalidades de la vida. La distancia entre todos mis familiares y yo era tal que nunca me sentí ligada a ellos. Ahora, por primera vez en mi vida siento que con Ivette he empezado a tener una familia.

 

Yo ya sabía que soñar de noche o, quizás mejor, a pleno día y bien despierta, me ayudaba a proyectarme hacia tiempos mejores, es decir, más complacientes en el orden material y también en el orden espiritual y me suavizaba el alma, pero Yvette me enseñó a vincularlo a la esperanza. Por eso cuando estaba gravemente herida a consecuencia de aquel desgraciado accidente provocado por la rabia y la humillación yo sabía que se recuperaría porque lo soñaba de noche en casa y de día junto a su lecho en el hospital. 

 

A menudo cuanto más absorta estaba en mi pasado, el sonido de una sirena me sacaba de mis pensamientos y mis recuerdos volvían a desaparecer. Era la hora de la comida. Normalmente íbamos varios compañeros a un restaurant tres calles más debajo de la fábrica. Los trabajadores y empleados íbamos a comer por turnos. El primero de 12.00 h. a 13.00 h. y el segundo de 13.00 h. a 14.00. Yvette y yo comíamos en turnos diferentes para evitar ir juntas. Casi siempre me acompañaban Bebert y Claude su mujer.

 

Bebert, que en realidad se llamaba Robert, era un mecánico ajustador, que estaba acomplejado por su corta estatura y por las gruesas lentes de una miopía de alta graduación. De unos cincuenta años se había casado recientemente con Claude, una hija de campesinos, que no había salido nunca de Bernais. Cuando se conocieron Claude sólo pensaba en marchar a París; y, no pasó mucho tiempo en arrepentirse de su matrimonio. Bebert la vigilaba constantemente. Sus celos se hacían patentes en cualquier conversación que Claude mantuviera con algún compañero, por eso le tranquilizaba que yo fuera a comer con ellos cada día.  

 

Claude tenía el tipo de una diosa, pero su cara de pómulos hundidos y su prognatismo exagerado de la mandíbula inferior junto a un carácter soso y conversaciones triviales y/o superficiales mantenían a raya a todos los compañeros del taller. Cierto día, me pidió que la acompañara al banco a hacer unos ingresos de dinero. A las doce en punto cogimos el 2 CV de Claude y fuimos al Banque du Comerc. En cinco minutos salíamos del banco hechas ya las gestiones.

 

Al subir al coche Claude me puso su mano sobre mi rodilla. Sus ojos le brillaban y los párpados superiores parecían haberse aflojado. Acerqué mis labios a los suyos y su lengua resbaló sobre la mía. Le introduje dos dedos en su vagina mientras que con el pulgar acariciaba su enorme clítoris. Le asaltaron múltiples orgasmos. La técnica empleada por Yvette daba buenos resultados no sólo conmigo. Comimos apresuradamente en diez minutos un plato combinado para estar de regreso justo a la una de la tarde para reanudar nuestras tareas.   

 

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