PRIMER DÍA DE FIEBRE
Aquella  fue una noche terrible. 
La  fiebre se había apoderado de mi hipotálamo. Los gases aprisionados en gran  cantidad en mi vientre eran los responsables de la sensación de volar. Me  desperté varias veces. En todas y cada una de ellas la angustia era patente;  sólo la presencia de Clara en mitad de aquellos sueños alucinantes me  tranquilizaba. Recuerdo perfectamente que, como si todo hubiera sucedido  realmente, Clara y yo nos elevábamos a gran velocidad y París empequeñecía con  la distancia y se iba difuminando tras una niebla gris.
Rápidamente,  nuestras miradas abarcaban espacios mucho más bastos. Extensiones azules y  verdes, rectángulos amarillos atravesados por los hilillos de los ríos, nubes  de algodón cubrían pueblos del tamaño de una mano que de no ser por el dolor  abdominal podría haber sido un sueño fantástico y en cierto modo placentero.
Para  no marearme le pedí a Clara volver a la cama 
como  queriéndome asir a la tierra del planeta. Me retiró, distraída el termómetro de  la axila y lo miró después de voltearlo varias veces para ver la rayita de  mercurio. "Marca diecisiete grados –me dijo-, de seguir bajando pronto llegarás  a la temperatura de solidificación del agua; es decir, a cuatro grados, pero no  temas las sustancias alcohólicas de la sangre impedirán su congelación".
No  pude pensar demasiado en aquella afirmación de Clara pues la habitación estalló  en pedazos tras una explosión seca. Las paredes y el techo desaparecieron, y,  la sensación era como si estuviéramos   rodeadas por el océano de aire gélido sobre una montaña del color del  cadmio. Aún no había reflexionado sobre aquella situación cuando me vi sobre el  lomo de un inmenso elefante de trapo, cosidas sus orejas con hilo de oro. "El  paisaje –me decía Clara- se parece al pirenaico, concretamente a la Pica  d'Estats". La montaña, en efecto, un pico rocoso afilado como una cuchilla y en  sus laderas las tarteras abundaban. Un poco más debajo de la cumbre unos  pequeños lagos alegraban el paisaje sobre unas mesetas que verdeaban junto al  gris pizarra de las rocas.
Alucinante,  inaccesible para alguien que no fuera Clara, el elefante en la cima se alzaba  sobre un mundo plano, adivinándose a través del aire transparente como si  estuviéramos metidas en una botella azul. Los colmillos no eran de marfil, sino  de plástico aunque su color estaba bien logrado; la trompa enhiesta le daba al  animal de textura blanda un aspecto belicoso y real.
Arremolinadas  sobre la cama, con las manos entrelazadas, no nos cansábamos de contemplar el  mundo. Porque desde las alturas veíamos con una claridad absoluta, a pesar de  la distancia todo lo que deseábamos ver en la tierra. Contemplábamos un pueblo  entre olivos y veíamos su iglesia blanca, antigua, con un campanario de  hojalata y sobre la hojalata veíamos un gato que dormía hecho un ovillo. En  otro lado, junto al mar, en una taberna, veíamos una mesa con cuatro jugadores  de cartas como escapándose del calor del verano y apreciábamos incluso los  hilillos de tabaco quemado que escapaba de la pipa que un marinero –con el mandil,  pues había ido allí solo a fisgar- fumaba lentamente. Era como si quisiéramos  volver a Cadaqués.
Veíamos  barcos, como naves helénicas detenidas sobre el mar esmeralda como si  estuvieran descansando ante un horizonte interrogativo. En la cubierta de uno  de ellos, dos marineros zurcían sus calcetines de algodón. En la playa un cura  que acariciaba la pierna de una feligresa, mientras una urraca contemplaba,  entre las blancas gaviotas, desde el borde de su cochecito a un bebé y a una  mujer pintándose los labios. Cerca de aquella urraca distinguíamos a un juez  que miraba sardónicamente al acusado y a un cirujano que le extirpaba un diente  a un caballo con ayuda de unas vulgares tenazas. Mirando la escena con  curiosidad unos niños se compadecían del caballo.
Aquella  fue una noche terrible. La fiebre se había apoderado de mi hipotálamo. Los  gases aprisionados en gran cantidad en mi vientre eran los responsables de la  sensación de volar.
                                                                                                                                                                                                                             Johann R. Bach

ResponderEliminarXANA GARCÍA
16:35 (fa 19 minuts)
"Arremolinadas sobre la cama, con las manos entrelazadas, no nos cansábamos de contemplar el mundo. Porque desde las alturas veíamos con una claridad absoluta, a pesar de la distancia todo lo que deseábamos ver en la tierra.... Era como si quisiéramos volver a Cadaqués.. "Este viaje alucinante lleno de imágenes y metáforas surrealistas hay mucho más de realidad que de fantasía terrorífica.Acaso no vivimos en un mundo plano de globalización plástica,de sentimientos de plástico.No sé tal vez me equivoque en la percepción de tu relato ,ya antes leído e interpretado de manera diferente pero sentido con el mismo desasosiego.