LA PÉRDIDA DE UNA HIJA
Cuando te vi,
aún flotaba en tus ojos toda aquella niebla de una especie indecible.
¿Cómo se puede,
y sobre todo quién puede renacer de la pérdida de un ser, de una hija que es todo lo que una ama, máxime cuando su muerte es accidental y en esa hija, casi una chiquilla, se encarnaban, objetivamente hablando (pues no eres tú sola quien me lo ha dicho),
toda la gracia, todos los dones del espíritu,
toda el ansia de saber y experimentar que devuelven una imagen encantadora y siempre cambiante de la vida a través de un juego completamente nuevo, locamente complejo y delicado, de tamices y de prismas?
Yo ignoraba ese drama:
te veía únicamente adornada de una sombra azul como la que baña los juncos al clarear, y no me cabía la menor duda de que venías de más lejos aún; de que,
a causa del derrumbamiento de esas perspectivas
que te eran tan queridas, hasta el punto de someter a ellas las tuyas, no habías podido refrenar el impulso de crear en ti la noche pura, y de que ya casi lo habías logrado cuando, de pronto,
a través de la única grieta que quedaba,
escuchaste una voz inesperada ordenándote regresar.
Cada vez que rememoras aquellas circunstancias atroces,
no hallo en mi amor otro recurso que espiar a hurtadillas, en el fondo de tus ojos, la señal que quiso que el terrible paso a nivel se tornase de golpe justo cuando te habías alejado ya tanto.
Sólo ella, esa señal,
es mi garante de tu absoluta presencia a mi lado y del retroceso gradual, totalmente necesario, de las zonas cuya contemplación a corta distancia no hace más que abrir los párpados de los ojos de té.
Sólo ella
dominó por completo la llamada de la sombra. La sentencia que esa emisaria te traía era imprescindible e inapelable: lo quisiera o no, estabas absuelta.
Johann R. Bach