LA AVERSIÓN AL TABACO DE LOS  LAGARTOS
Muchas  veces he intentado escribir un diario en el que volcar todos los apuntes de  aquellos sueños de mi vida, coloridos y extraños, en absoluto psicoanalizables,  más bien una especie de cuentos de hadas, una especie de Jardines Paradisíacos  situados en este rincón del Ápex en el que me ha tocado vivir.
Creo  que la riqueza de luz y colores de mis sueños provenía del hecho de que dormía  con los ojos abiertos de par en par, como no he visto dormir a nadie más. Y no  culpo a aquellos que huían de mí, porque contemplarme mientras dormía podía ser  espeluznante, como velar a una muerta.
No  pretendo explicarte en este escrito por qué tuve aquella aventura tan extraña  con Pablito un asunto inexplicable como todo lo natural. Tampoco quiero  aburrirte explicándote cómo, finalmente, encontré al Hombre de mis Sueños.  Pienso tan sólo en convocar a mi pasado, una serie de imágenes que sustituyan  el caos en el que me he movido siempre.
Ahora,  desde que ellos, pobres viejecillos abrumados por la preocupación, notaron algo  raro en mí (queda casi ya en el olvido aquella historia de cubrir los espejos  para impedir que yo viera mi pequeñez y otras más), desde que ejercité mis  atipladas cuerdas vocales, permanece el recuerdo de algunas tardes doradas,  nostálgicas, en las que, al otro lado del permanente muro de ladrillo rojo, no  se oía nada más que el crujido de algunas hojas al sol y la cantinela de los  lagartos que sólo un oído con hiperacusia como el mío podía escuchar.
Como  en antes, permanezco demasiadas horas en la cama y sobre la silla de ruedas,  confundida por la soledad y la emoción, y a mi mente vienen, dolorosos,  desgarradores, fragmentos de recuerdos muy antiguos, desde la más lejana  infancia. 
He  pensado en anotar alguno de esos relámpagos violetas, de esas luminarias  puntiformes que siento mientras, con la cabeza hundida en la almohada,  contemplo las rayas gruesas doradas, de la pared opuesta a mi cama y las flores  de la cretona de las cortinas. Pero no al modo cervantino, demasiado esteta  para lo que yo puedo pretender. Por lo demás, el discurso de El Quijote me  resulta, lo quiera o no, familiar antes incluso de saber quién era el Miguel de  los migueles. 
También  es extraño que haya experimentado, en mi tardía adolescencia, todas las  sensaciones aparentemente tan particulares, tan irrepetibles, de algunos  escritores famosos: conozco el efecto de las novelas de Cervantes y sus  perfumados paisajes…
Mientras  pensaba en lo que estaba escribiendo el viejo lagarto ha asomado dos o tres  veces la cabeza por la ventana. Le he hecho un gesto con la mano con el que  intentaba ser amable, cada vez, para que me dejara escribir. Finalmente le he  dicho que me daba miedo que llamen al médico y que me vea obligada, a actuar en  esa comedia llamada normalidad. 
Me  miro ahora la mano que sostiene el bolígrafo. La roja laca de las uñas se ha  levantado casi por completo. Mi escritura es en cierto modo distinta a la de  antes; sin embargo, mi letra aún es fácilmente legible. Admiro tu tenacidad –me  ha dicho el viejo lagarto-, me asombra tu poderosa memoria que te permite  describir fácilmente los recuerdos fulgurantes de tu infancia.
Si  amigo mío, aunque no siempre son agradables los recuerdos de cuando yo era  niña. Recuerdo una vez que al pasar por una esquina de mi casa vi a tres  hombres en camisa blanca, perfilados sobre el cielo rojo como una llamarada,  fumando y hablando tranquilamente. Por lo demás, no había testigo alguno, sólo  los muros inmensos de ladrillo rojo, con ventanas ennegrecidas por el hollín,  de unos talleres abandonados ya por aquel entonces. No puedo asociar a aquellas  imágenes enigmáticas ni un sonido ni un olor. 
Al  pasar junto a ellos intenté mirarles a la cara echando la cabeza hacia atrás.  Me parecieron inmensos, les llegaba hasta poco más arriba de las rodillas. Se  inclinaron hacia mí. Tenían unas caras monstruosas, sólo carne y sangre. Reían  sin ruido, uno de ellos me cogió de los sobacos y me lanzó hacía arriba para  volver a cogerme al instante. Empecé a gritar, pero también sin sonido, y  finalmente me depositaron en el suelo. Recuerdo que estaba mareada, la vista se  me nublaba y un sudor pegajoso y frío recorría mi frente. Finalmente después de  tambalearme vomité y la náusea se apoderó de mi cuerpo.
Conozco  esa sensación –dijo el lagarto después de escuchar mi relato- pues siendo yo un  joven y apuesto lagarto caí en manos de unos niños que no se les ocurrió otro  juego que meterme en la boca una colilla de cigarrillo. El tabaco me mareó y  sentí todas esas cosas que me has contado. El exceso de saliva me hizo sentirme  muy mal, pero fue lo que me salvó. A mí me salvó mi madre que me cogió en  brazos a pesar de empaparle el pecho y cuello de la blusa.
                                                                                                       Johann R. Bach