EN  LOS JARDINES DE VERSALLES
Me hice famosa 
con la exposición de "Los Tres Napoleones". Fue una muestra mixta de  pintura y literatura en la que yo no llegué a conocer a Ermessenda la autora de  aquellos textos que acompañaron a mis dibujos.
Aquellas descripciones 
junto a mis cuadros correspondían exactamente a los individuos que yo  había dibujado. Eran las suyas, descripciones auténticamente geométricas que  orlaban con sencillez y finura mi obra.
Cuando acepté ir a dibujar al Hospital 
no sospechaba en absoluto el tipo de encargo que me esperaba, pero la  remuneración era sustanciosa y yo necesitaba dinero para poder pagar la pensión  en la que me alojaba.
El encargo consistía en dibujar los perfiles y gestos 
de los llamados "Tres Napoleones", tres personas que afirmaban ser  Napoleón. Lo curioso del caso es que a alguien se le ocurriera meterlos en el  mismo pabellón. Habían sido trasladados desde establecimientos hospitalarios  distintos y se les habían asignado camas contiguas, una mesa compartida en el  segundo turno del comedor y el mismo turno de trabajo en la lavandería.
Comencé a dibujar sus expresiones 
con una mezcla de emociones: con curiosidad y aprensión, con la  esperanza secreta de descubrir alguna cosa oculta en sus cabezas. La habitación  en la que nos encontrábamos era una antecámara rectangular, de altos techos,  anexa a la sala de recreo, una de las varias en las que los pacientes recibían  habitualmente a las visitas.
Alineadas contra las paredes desnudas 
había una docena, más o menos, de pesadas sillas de madera de respaldo  recto y una mesa haciendo juego, también de madera, que habían desplazado hasta  allí desde el centro del cuarto para ganar espacio. Por las dos ventanas sin  persianas, cuya parte inferior podía abrirse un poco para ventilar, se veía un  camino asfaltado bordeado de cerezos que recorría, de un extremo al otro, los  terrenos del Hospital. Al otro lado de la calle, se alzaba otro edificio de  ladrillo rojo que era una imagen simétrica del pabellón donde nos encontrábamos.
Yo ignoraba 
que Ermessenda era la encargada de hacer sus descripciones para  completar el expediente donde se pretendía hacer un estudio de ese fenómeno que  hace que una persona crea que es Napoleón. Por eso cuando vi sus textos junto a  mis cuadros en la exposición no me cupo duda de que la narradora era una  persona extraordinaria.
Primer retrato: Igor
Igor tenía cincuenta y ocho años 
y llevaba hospitalizado casi cuatro lustros. De altura media y  complexión también media, calvo y sin la mitad de los dientes, tenía cierto  aire pícaro y daba la sensación de una persona fácilmente excitable. Tal vez se  debiera, además de una amplia sonrisa, al hecho de que llevase la camisa y los  bolsillos de los pantalones llenos a rebosar de las más variopintas pertenencias:  gafas de sol, libros, revistas, cartas, trapos colgando (que utilizaba como  pañuelos), papel de fumar, tabaco para liar, lápices y bolígrafos como si  tuviera la necesidad de tenerlo todo a mano, disponible en todo momento.
Cuando se le preguntaba 
cómo se llamaba contestaba Igor Dupont. Pero a continuación decía que  ese era su sobrenombre porque el verdadero era Napoleón.
Segundo retrato: Nikita 
Nikita tenía setenta años 
y llevaba casi una década hospitalizado. Medía casi dos metros y en  sus manos se delataba la acromegalia y, a pesar de haber perdido casi toda la  dentadura, afirmaba, cuando se le preguntaba, que estaba muy bien de salud; y  en verdad lo estaba: la enajenación mental le libraba del desgaste de cualquier  preocupación. Hablaba confusamente, en voz baja, cavernosa, resonante debido a  la enorme bóveda de su paladar. Se le entendía muy mal.
-Me llamo Nikita Vilar –repetía a menudo. Ese es el nombre.
Cuando se le preguntaba si tenía otros nombres contestaba con  prontitud: "tengo otros, pero este es el que corresponde a mi lado vital y yo  creé a Napoleón III y mucho antes a Luis XIV.
-¡Eso quiere decir que en la actualidad usted es Napoleón III?
Yo creé a Napoleón III, sí. 
Lo creé ya crecidito; es decir, con setenta años. ¡Por todos los  diablos! He superado los setenta y nada me indica que mi salud se vaya a  deteriorar en los próximos diez años…
Tercer retrato: Hector 
Hector Duval era de los tres 
el que más se parecía a la figura física de Napoleón. Tenía treinta y  ocho años y había ingresado en un establecimiento siquiátrico del norte de  Francia hacía cinco años. Más bien bajo y voluminoso, de aspecto ascético  siempre con una expresión arrebatada de fervor militar, caminaba en silencio  con la cabeza erguida, muy digno.
A menudo extendía los dedos 
y juntaba las manos: con las palmas hacia arriba, una descansada sobre  la otra y a veces colocaba la mano derecha sobre su vientre. Había leído en  alguna parte que tapándose el ombligo con la mano se ahorraba energía y tomaba  ciertamente un aire napoleónico. Cuando se sentaba, se mantenía muy derecho y  miraba con fijeza como si estuviera sobre un caballo. Su figura, con chaqueta  azul y botones dorados, era imponente. Cunado hablaba, se expresaba con  claridad, sin vacilaciones y a menudo con elocuencia.
Hector Duval rechazaba con vigor su nombre, 
del que decía que era un engaño: si alguien lo utilizaba para  dirigirse a él, se negaba a colaborar o tener nada que ver con su interlocutor.  No había más remedio que llamarle Napoleón si se quería de él una actitud  positiva. Todos le llamaban Napoleón al entablar una conversación con él. Así  también saludaba a todos y acostumbraba a añadir que saludaba la virilidad de  Napoleón porque la viña era Napoleón y también la piedra, correspondientes al  pene y los testículos.
No desperdiciaba la mínima ocasión 
para decir que lo habían despachado a aquel encierro antes de que  naciera y esa era la causa por la que estaba confinado en aquel manicomio.  Decía que quería ser él mismo. No consiento –afirmaba- que "ellos" utilicen mal  la frecuencia de mi vida. Se refería a "ellos" a aquellos hombres que  practicaban la imposición del engaño.
Hector era contumaz como él solo 
a la hora de afirmar que era Napoleón. Decía que era la reencarnación  de Napoleón. "No lo entiendo –se quejaba. Yo sé quién soy. Soy Napoleón y si no  lo fuese nunca diría nada parecido, pero, a veces, prefiero callarme. Sé que  esto es un manicomio y que hay que tener cuidado. Estoy trabajando en mi  redención. Y espero con paciencia y sosiego, porque lo que me ha sido prometido  sé que va a cumplirse".  
Mientras dibujaba 
a aquellos personajes mi imaginación volaba imaginando largos paseos  por los Jardines de Versalles. Pero
cuando leí los textos de Ermessenda comprendí realmente la percepción que cada
uno de ellos tenía de los demás. En efecto, cuando se le preguntaba a Hector
por la pretensión de Nikita y/o de Igor contestaba: “No están realmente vivos.
Hablan las máquinas que hay en ellos. Quítenles esas máquinas y ya no dirán
nada. No puedes matar a los que llevan máquinas. Ya están muertos”.
                                                                                    Johann R. Bach