TRONCO EN LA PLAYA
A veces el sol de mediodía;
a veces puñados de lluvia fina y la playa cubierta de pedazos de madera de antiguas costillas de barcas que murieron patas arriba como los escarabajos, te devuelven el sentido de la mirada.
Los negocios, las cosas se adelgazan,
pierden fuelle y las fogatas de inquietos madrugadores que no saben cómo empezar el día se vuelven insignificantes como las columnas de humo mismas.
En la arena aún son visibles
huellas de pares de pies de cuerpos jóvenes, que han pasado lentamente por la playa, enamorados; vibrantes sus pechos, rosadas conchas, pisadas que corren sobre el agua sin temor y abrazos abiertos para el apareamiento del deseo.
Y la noche y tú aún sobre las aguas,
por encima de esos pasos, escucháis el crujido entre los guijarros sin ver rostros. Pero sus voces, pesadas como el paso de los bueyes permanece allí,
entre las venas del cielo y el embate del mar contra las rocas, una y otra vez.
Piensas que la tierra no tiene asideros
para que puedan llevarla a hombros, ni pueden las pocas figuras que se mueven por la playa al amanecer, por sedientas que estén, endulzar el mar con la mitad de una pizca de agua.
Pero de vez en cuando una cabellera
medio rizada, de una figura que se mueve con soltura, va al encuentro de un gran tronco que la marea ha depositado en la arena de forma que impide a una barca hacerse a la mar.
A cada golpe de ola
el cadáver de árbol cede al empuje del pescador unos centímetros, hasta dejar libre un corredor por el que se arrastrará la barca hasta el oscuro mar.
Ese bello cuerpo,
hecho de un barro que él mismo no conoce tiene alma como los demás vecinos del pueblo. Sí, sí. el árbol caído también tuvo alma, pero finalmente ésta abandonó aquellas fibras leñosas, endurecidas tan fuertemente que impedían la propia respiración.
El árbol, por su grosor
debía tener unos doscientos años. Su vida perteneció a una escala -en el espacio y en el tiempo- diferente de la del trigo que no tarda en germinar.
De la misma manera
no le tomó mucho tiempo a aquella playa medio desierta, cubierta de nubarrones en llenarse de locura disfrazada de suspiros humanos.
La última noche que ella estuvo allí
fue una noche normal, excepto por su partida –eso hizo que aquella cabellera no muy larga y rizada sintiera distinta la Naturaleza- Ambos se dieron cuenta de pequeñas cosas que antes se les habían pasado por alto.
Mientras ella se despedía
-se engañaban diciendo que era por poco tiempo- sus bocas se apretujaban y no podían hablar. Luego ambos consintieron en que ella marchase. Él se volvió hacia el tronco que impedía la salida de su barca y descargó sobre él toda su tristeza.
Johann R. Bach
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