8 ene 2013

LO NO OLVIDADO DE LA PRISIÓN. De la novela "Las tardes de un alférez"

                           LO NO OLVIDADO DE LA PRISIÓN

 

Corrigiendo galeradas

de enciclopedias médicas y poemarios los fines de semana solamente, rata de biblioteca en pijama recién lavado, cada mañana acaparo toda la casa en Gracia,

 

en la tranquila y cerrada al tráfico

Carrer de l'Or donde hasta las personas que recogen cosas entre los contenedores de basuras tienen hijos, un coche todo terreno, compañera y pertenecen en secreto a partidos de izquierdas.

 

Yo tengo una nieta de dieciocho meses.

Se alza como sol con su pijama de niña de color rojo encendido.

 

Estamos en la adormecida segunda década

del siglo XXI y no se atisba salida alguna a este callejón en el que de forma anárquica nos metimos.

 

¿Y no debería lamentar cuanto sembré?

Fui acérrimo enemigo de guerras, y dije lo que tenía que decir; subido a los bancos de la facultad a modo de púlpitos

 

le canté las cuarenta al Estado,

al Jefe del Estado, y luego aguardando la sentencia, compartí el banquillo con un profesor, aficionado al ciclismo, que más tarde sería Ministro y que sólo el alzhéimer doblegó su voluntad.

 

Yo no fui ni tan testarudo ni tan valiente.

Sin condena ni cargos pasé seis meses paseando por el patio de la cárcel Modelo, un corto espacio entre muros como el patio del instituto donde estudié el bachillerato y una vez al día veía el sol.

 

Paseando charlaba de metapolítica

con el brillante profesor, amarillo de ictericia y pacifista del peso mosca, tan vegetariano que usaba zapatillas fabricadas en Pirelli Wamba y prefería la fruta caída.  

 

Yo le escuchaba para matar el tiempo,

pero no veía en la política futuro alguno. Trataba a toda costa ganar adeptos y en convencer al boxeador Salmerón para que se afiliara a las milicias comunistas.

 

Hasta aquel momento

nunca había oído hablar de los Testigos de Jehová. Me han dicho que eres objetor –le dije a un preso- No –me contestó-, soy Testigo.

 

Me enseñó a hacer la cama

como en los hospitales mientras colocaba toallas en una estantería. A veces se iba remolón a su celda separada y

 

llena de cosas prohibidas

a un preso común: una radio portátil, una cómoda, dos banderines alemanes atados a una cinta de palmón de Pascua.

 

Fofo, calvo, lobotomizado,

se abandonaba a una cama borreguil, en la que ningún pensamiento angustioso podía sacarle de su obsesión de una larga condena.

 

El profesor y yo tuvimos suerte

Nos soltaron justo a los seis meses, coincidiendo con el final del periodo del Estado de Excepción.

 

Sin cargos, sin indemnización

y sin explicación alguna nos echaron a la calle. Nunca supieron que en aquellos momentos ya estaba en mi poder la estrella de alférez; qué ideas políticas tenía o cual era mi grado de rechazo de todo aquello que mermase la libertad.

 

Como si nada hubiera pasado

me embarqué como cualquier otro oficial rumbo a las Islas donde agostaban miles de soldados y me esperaban muchas ociosas tardes.

 

                                                                                  Johann R. Bach
                                                                     www.homeo-psycho.de

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