18 mar 2014

¡Oh Cadaqués, prendado de cuanto vives, el Universo te admira!

POSTALES DE CATALUNYA: CADAQUES

 

El cielo, el cielo de cadaqués,

con su ojo de oro me miró mientras fui niño, y comprendió mi humildad, y lanzó mi cuerpo fugitivo por la sombra como quien

 

despistado y desolado huye

de un vigilante que en sí mismo lleva.

 

¡Oh sed de amor!

-¡oh Cadaqués, prendado de cuanto vives, el Universo te admira!- No comprendo

 

el porqué de mis quejas

ya que demasiado bien me ha tratado el mundo permitiéndome

 

mojar mis pies en tu mar.
 
                                                  Johann R. Bach

RUGE EL CIELO

POSTALES DE CATALUNYA:  RUSIÑOL

 

Ruge el cielo:

las nubes se aglomeran, y se aprietan, y ennegrecen.

 

Los vapores del mar

las rocas ciñen. Angustia sagrada y horror mis ojos comen; dientes secos y paladar piden a mi lengua socorro.

 

Mi boca y mi espíritu demandan agua.

Bebo y mi sed no se extingue; sólo el verso amigo acude como el hijo diligente que

 

sirve con amor el vaso colmado

de agua fresca a su padre.

 

Dadme un libro de Cervantes,

de Dostoievski o el “Universo Tetradimensional” de Minkowsky,

 

la ópera Aida de Verdi…

Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt

 

Dadme mi cielo azul…,

la pura, la inefable, la plácida, la eterna alma de mármol que al soberbio Louvre dio, cual su espuma y flor, Milo venus famosa.

 

Dadme simplemente

un dibujo de Santiago Rusiñol

 

Ruge el cielo

sobre mi cabeza y mi sed de belleza no se extingue.

 

                                                             Johann R. Bach

17 mar 2014

Una cita... donde ese oscuro portal... nos invitó a apretarnos los dos...

AMOR EN EL PORTAL

 

¡Oh Remedios!

 

He pasado por delante de la puerta

de la escalera del edificio en el que no sé si aún vives en él.

 

Recuerdo vagamente

una cita a la sombra de ese oscuro portal donde el frío nos invitó a apretarnos los dos,

 

de tan estrecho modo,

que un solo cuerpo los dos fueron:

 

dejamos -¿recuerdas amor?- que el aire zumbador resbalase, cargado de salud, como traviesos dedos que cortejan labios, entre las hojas.

 

                                                 Johann R. Bach

16 mar 2014

Me avergoncé un poco de mí misma: naturalmente no podía echarle la culpa al burdeos

AMOR DE OFICINA

              

Cuando entré a trabajar en la editorial

no todo me pareció aceptable: insuficiente el sueldo, el horario lato, los compañeros extremadamente aplicados en sus tareas aunque sosos en el trato.

 

Tras haberla estado viendo

en el curso de once meses y haber hablado con ella brevemente, siempre con el mismo signo en mi interior,

 

he llegado a reconocer

cuándo presta una atención especial, o cuando se le tensa momentáneamente el pecho y manifiesta

 

una especie de paradójica excitación no sexual

que, por lo general, acaba provocándome, al cabo de un momento, una sensación de pérdida,

 

un atisbo de mi propia vida

quizá desperdiciada, o, más probablemente, del carácter resistente de la vida en sí misma al negarse a desarrollarse como debería…

 

Mientras me hallaba en la cena

Del cumpleaños de Mariana –jefa de la sección de galeradas-  comprendí por qué, en definitiva, vale la pena soportar un trabajo mal pagado y la vida social con los compañeros.

 

Ella –llamémosla Mariana-,

no llevaba maquillaje, no lucía joyas y había llegado, como habitualmente, sin estar vestida para la ocasión:

 

con un atavío de lo más sencillo,

el pelo sujeto con horquillas, peinado casi de cualquier manera, como si se lo hubiera recogido en el último momento para una cena a la que la ha arrastrado su marido (desconocido hasta entonces por mí) y no la empresa.

 

Lo primero que me llamó la atención

nada más verla por primera vez en el trabajo fue su semblante distraído y sereno, como si estuviera pensando en otra cosa o se hallara en otra parte, lejos de ese distinguido ambiente.

 

Como no exigía atención

–y como detalle poco femenino-, podía llegar a parecer algo vulgar entre las mujeres de bandera que la rodeaban.

 

Sin embargo,

era siempre objeto de admiración –difícil de disimular- de todos los compañeros de la sección.

 

Poseía una figura esbelta, de talle largo.

Pómulos delicados y ojos castaños. La boca generosa, su piel, de una uniforme palidez color aceitunado, inmaculada, parecía extenderse sobre su cara conformando un espacio lumínico.

 

Aquella uniformidad germánica,

sobre todo en la frente sin arrugas, bajo la línea de una cabellera sin entradas, quizá podría explicar, al menos en parte, esa permanente serenidad que siempre me transmitió.

 

Asintió, sonrió, me miró clara

y directamente a los ojos, y ocupó su lugar en la mesa, frente a mí, con aquella calma imperturbable que tanto me atraía.

 

Las cosas fueron bien durante la cena:

“Permítanme que le haga los honores a Mariana…” Pronuncié las palabras que tenía preparadas para la ocasión de manera automática y con un aplomo que me asombró a mí misma.

 

Ella se mostró receptiva

y agradeció el detalle con su forma de hacer sosegada. Tras mi tercera copa de burdeos, al amparo de las conversaciones que nos rodeaban, me dije que debía arriesgarme.

 

Así que le dije que me gustaba.

 

Mi confesión

le provocó una alegría agradecida y evasiva. Pero a continuación el color llenó sus mejillas, dejó de reír y miró a su marido por un instante, que estaba sentado en la mesa de al lado.

 

Cogió el tenedor

y con la vista baja se concentró en la cena aunque el vino ya se había decantado a mi favor.

 

Como solía ocurrir,

se había abierto fortuitamente el botón superior de su blusa, siempre flojo. Estaba claro que no llevaba nada debajo. Sin embargo, me resultó imposible imaginarla teniendo una aventura, y

 

me entró una cierta tristeza,

incluso me avergoncé un poco de mí misma: naturalmente no podía echarle la culta al burdeos.

 

Me pregunté con amargura

si ella consideraba la naturaleza moral de los hombres que la rodeaban como una ley inamovible superior a la de las mujeres.

 

Justo antes de servir los postres,

se les indicó a las mujeres que consultaran el reverso de las tarjetas donde figuraba su nombre y se cambiaran de mesa.

 

Me senté junto a una periodista

encargada de leer la prensa diaria y seguir la publicidad de nuestros libros editados.

 

Expresaba contundentemente opiniones políticas

en la cena pero nunca en las pantallas de televisión. Yo no podía escucharla y me sentía un poco borracha y desgraciada…

 

Volí la vista y divisé… a Mariana…

que me miraba con una solemne intensidad que lindaba con la cólera. Entonces comprendí que después de la cena aceptaría tomar una copa conmigo.

                                                       Johann R. Bach

Y floto en una nube como nunca lo hice en mi juventud

AMOR CON ESPUMA DE AFEITAR

 

Es tan extraño y sorprendente

que, justo al cumplir los sesenta y tres, hayan desaparecido los cuartos de luna de mi pecho, que

 

el cable negro ya no cuelgue

impertinente sobre mi frente sino que está como embutido dentro de una peluca de rizos blancos, que

 

no me reconozco en el espejo.

 

Me cuesta creer que Olof sea sincero

cuando me dice que me desea, que le gusta mi carácter, mis ojos, mis labios y… que tengo el culo más bonito del mundo.

 

Sólo tiene veinticinco años.

Es muy atractivo, aunque oí una opinión sobre él distinta a la mía: dos vecinas que ignoraban que yo estaba presente decían en la panadería que era muy joven para ser casi calvo y

 

los huesos de sus clavículas demasiado prominentes.

Opinaban que se pasaba demasiadas horas estudiando y por eso su piel era blanca y que su color rosado era debido al exceso de pecas y vello rubio.

 

Llegaron a decir

que oían sus pasos en los ensayos –riéndose de él- para conseguir cómo andar con gracia y dejar de ser un poco amanerado, cosa difícil porque cuando se nace …

 

Interiormente sonreí.

Ignoraban que montaba a caballo como un príncipe metiendo la punta de los dedos como un pie, con delicadeza, en lo que él llamaba el estribo.

 

No saben que ha aprendido

a inclinarse ante las señoras maduras tirando la pierna hacia adelante y haciendo una amplia curva con el brazo,

 

no sin girar ligeramente su cara

para decirles al oído que las encuentra radiantes como una mañana.

 

Cada vez que Olof me visita

 me dice con dulzura que ha subido otra vez los peldaños de la gloria para ver a su diosa.

 

Me repite continuamente

que quiere aprender a escribir bien mi idioma para componer frases bonitas y dedicármelas.

 

¡Qué diferente es todo ahora!

 

Los recuerdos de mi vida anterior

se hacen cada vez más vagos. Me casé con Luis porque creí que mi vida iba a cambiar: huía del autoritarismo de mi padre y de la indiferencia de mi madre a la que no culpo porque tenía que ocuparse de la familia y del despacho del pan desde muy temprano.

 

Así que con apenas veinte años

ya estaba embarazada de dos mellizas. Dos niñas que en lugar de apreciarme como madre me trataron, hasta su desaparición de la casa, como a un ama de llaves:

 

El amo y señor de la casa

y del restaurante era Luis. Sus palabras no eran más que ásperos improperios, sus miradas dardos envenenados. Mi vida se había convertido en un huir constante de su presencia.

 

¡Qué diferente es con Olof!

 

Mientras se afeita,

brotan aquí y allá, a través de la blanca espuma, diminutos puntos de sangre que la tiñen de rosa. Él parece no notarlo y sigue afeitándose y tarareando.

 

Después de lavarse la cara

y darse en ella palmaditas con una loción que huele a whisky escocés, se echa hacia atrás el cabello rojo de las sienes. Lo lleva siempre bien cortado.

 

Su apuesta cara de piel rosada

y pecosa reluce aún más cuando se alisa su rojo bigote con las puntas de los dedos.

 

Tiene la nariz fina y recta,

y unos ojos grises vivos y chispeantes que hablan de una inteligencia juguetona y el fósforo que se desprende de ellos me enciende hasta el delirio aunque su mirada sea a través del espejo.

 

A menudo me unta en las mejillas

y en los labios con la espuma que le sobra al afeitarse y luego me besa de forma que me olvido de que mi cuerpo está cargado de años.

 

Y floto en una nube

como nunca lo hice en mi juventud.

 

A veces le pregunto

¿cuánto va a durar este amor? Él me mira con dulzura y me contesta que el tiempo suficiente por lo menos para que otro tres de enero caiga –como este año- en viernes.

                                                          Johann R. Bach

 

15 mar 2014

De repente, del cielo, cayó una estrella que cambió el rumbo del carro que me arrastraba al fango del odio

EL SÉPTIMO MÚLTIPLO DE SIETE

 

Cuando cumplí cuarenta y nueve…

Esperaba la prometida visita de los amigos, todos ellos masculinos, pero nadie llegó.

 

El golpe, mal encajado, me dio qué pensar.

La caja de vinos de varias cosechas mimadas por conocimientos incesantes no llamaba a la ambición;

 

El deseo se había detenido

ante la puerta de la casa de la mujer que me abandonó y ya no me quedaba más que emborracharme. Allí buscaban todos el sexo de la soledad.

 

El delicado vino se convertía

en nauseabundo vinagre nada más atravesar mi garganta. Vomitaba continuamente y en vano me consoló.

 

Aquel día de mi cuarenta y nueve aniversario

el Destino me puso a prueba. Vi por la ventana la calle herrumbrosa llena de barro de la tormenta.

 

Sobre el punto de la mácula

de mi único ojo no vi perro alguno y, sin embargo, oí cómo ladraban sordamente. Eran perros del barrio sin duda;

 

la lechuza pudo haber bebido

el aceite de la lámpara eterna y el viento comenzar a golpear los postigos no sujetados como un mediador inesperado entre el aliento y el espíritu.

 

De repente, del cielo,

cayó una estrella que cambió de rumbo la trayectoria del carro que me arrastraba al fango del odio.

 

La vecina llamó al timbre

y dejó a la muerte tras la puerta.

 

                                                                      Johann R. Bach

"No vayas más por este manicomio de solos, hombre o mujer:

EN EL MANICOMIO

 

En el manicomio bebíamos un vino añejo

denominado La Bota del Abuelo y de vez en cuando no sabíamos si se estaba mejor dentro o fuera.

 

Eran tiempos en que la visión

que los otros internos –los médicos- tenían de mi médula y mi carne era como la ceniza que algún dios extraño que quisiera humillarme sin conseguirlo.

 

No obstante me obligaban –sus miradas-

a ver la forma de mí mismo; niño en ropas de colegio paseando por una calle larga y tensa (en la infancia todas las calles son largas);

 

ir bajo una lluvia de cobre

con el guardapolvo de rayas verticales, a veces feliz después de haber sufrido un

 castigo, el azote como una cruel necesidad impuesta por los Ángeles Tronos.

 

Aquel vino rancio y dulzón

nos hacía caer en un mareo, un terror confuso (en un jardín que yo intuía como nocturno) y venían a mi mente todos aquellos a los que amaba como si ya no fuera a verlos nunca más.

 

Y el propio jardín adquiría vida

engendrando al infinito; como si temblara en ese infinito que palpa con sus raíces que mueve los ojos y manos de aquellos que me miraban extraviados entre los arbustos salvajes de las noches.

 

En uno de los maravillosos rincones

de aquel pequeño paraíso los nenúfares y los peces carminosos de un estanque poco profundo acompañaban en sus gestos a unas diminutas tortugas, y,

 

las aguas malsanas

preñadas de sales descendían de la negra lluvia ácida de las fábricas de la zona como si todo tuviera que morir o por lo menos huir.

 

Aún conservo algo que escribí

en una de aquellas noches de guardia: “No vayas más por este manicomio de solos, hombre o mujer:

 

santo peregrino del Asilo de los Ángeles, abandona tu torturante mundo invención extraña a tu propio ser; abre la garganta y expulsa de tu paladar a todos los mercuriales demonios”.

 

Así, para ti, sólo para ti,

ha de llegar el grito, como mar que tirita, el grito de sumisión del mundo subterráneo que arde en los abismos del Manicomio Imaginario.

 

Ante él has de hacer oídos sordos

y saltar alegremente entre las amapolas la cara amable de los opiáceos”.
 
                                                                  Johann R. Bach

14 mar 2014

El viejo soldado ya sólo confía en sus sueños...

SUEÑOS FRENTE AL CAOS

                                                                

Hay quien opina

que la soledad muestra la esencia de las cosas, que es al mismo tiempo la soledad y que

 

la piel de la espalda

agradece la pana de las butacas de un cine en invierno. Más allá, la mano sobre el reposabrazos se vuelve rígida como la madera.

 

Un barniz de roble seco

como el de los bosques de Crimea recubre los nudillos y el cerebro se “conmociona” como un cubito de hielo en un vaso con Cointreau al golpearse contra las paredes de cristal.

 

En las escaleras

de acceso a la sala de billares contigua a la de las proyecciones de películas un viejo poeta lleva una vieja chaqueta de cuero.

 

De uno de sus bolsillos sobresale

una novela de Dostoievski y sus dientes a pesar de ser postizos castañean de frío.

 

En la penumbra su rostro de viejo soldado

parece haberse endurecido en inversa proporción al brillo de sus ojos.

 

Como cuando te llevas una en la suma

deja un rastro de arena de la que lleva adherida en sus zapatos de tanto pasear por la playa;

 

Se mira en el pequeño espejo del lavabo

y observa la piel quemada bajo sus ojos.

 

Con la intención de pasar un par de horas

en un local con calefacción, piensa en acudir a una conferencia sobre sucesos que nunca ocurrieron:

 

sangrantes,

pero de guerras nunca declaradas; vividas sólo en las radios nocturnas.

 

Se promete a sí mismo cerrar la boca,

no interrumpir al conferenciante y tragarse las frases ardientes como en el momento de su último arresto:

 

Su único objetivo

es expulsar de su pecho el frío de la soledad.

 

Para ello, recordará a las viudas de marineros

inclinadas sobre las tortillas de un solo huevo calentándose las manos con la taza en la que

 

las pequeñas ásperas manzanas

se funden con el agua hirviendo. ¡Quedan tan lejos aquellas escenas de “El Tio Vania y su samovar!

 

Y ¿qué decir de aquellas manos

que nunca acariciaron dinero?

 

Medio dormido en su butaca

intentará recordar aquellos escasos deseos de juventud los cuales sólo se formulaban mirando a los cometas pasaban de largo en su ardiente búsqueda del infinito

 

los rasgos de los cuales

no eran infrecuentes en los paisajes locales (mucho más fotogénicos que los actuales con su contaminación lumínica).

 

Oír hablar al conferenciante

sobre conjuntos de hojas verdes, con su derecho a menospreciar con antelación su diversidad…

 

sobre la felicidad… ya no le subleva;

 

El viejo soldado ya sólo confía en sus sueños

para imponerse al caos reinante en Ucrania, al de su querida Crimea…

 

Sólo sus sueños

son capaces de imponerse a la realidad aún más triste que la propia pobreza y

 

la soledad… con su inquietud de viruela.

 

                                                                  Johann R. Bach

13 mar 2014

Has visto la luna blanca a ras de tu ventana...

A RAS DE LA VENTANA

 

¿Has visto la luna blanca
a ras de tu ventana
con un hilito de luz
unido al hálito de mi entusiasmo?

 

Formando nubes va el incienso
con aromas de color,
impregnando la almohada,
purificando el Amor.

 

Y en sentir el gozo
de recostarnos tú y yo,
se recicla la vida
de nuestro corazón.

 

                 Caliope

 

Mi temor inicial se ha ido apaciguando...

         CONVIVIENDO  CONMIGO  MISMO

 

Empapado por la lluvia

y con ganas de entrar en calor deposité el casco de la moto en el recibidor. Oí como un ruido sordo  y pensé que alguien había entrado en casa.

 

Eran las ocho de la tarde

y los vecinos probablemente comenzaban la liturgia de una cena caliente de esas de invierno y aunque no los envidiaba me recordaban mi soledad.

 

Me cambié de ropa

y me puse a leer, tumbado en el sofá de la sala, una novela sobre ángeles y demonios.

 

Me llegó un murmullo

desde mi pequeño estudio que parecía venir del ascensor. Las dos lámparas que iluminan el atril y el cabezal del diván estaban encendidas.

 

Aquel murmullo era una voz

que tarareaba una melodía familiar. Me quedé escuchándola hasta descubrir que el causante del tarareo era yo mismo: me había quedado allí a pesar de haberme ido a la sala.

 

Muy asustado por el incidente,

regresé a la sala y permanecí escuchando el tarareo hasta que se extinguió.

 

Volví a mi estudio:

las dos lámparas estaban apagadas y no había nadie en él. Los oídos tapados por la mucosidad de las secuelas de una gripe recién curada me daban la sensación de estar flotando en el aire.

 

Encendí el ordenador,

escribí todas aquellas sensaciones y me aseguré de guardarlas en una carpeta abierta exclusivamente para recoger todas aquellas cosas extrañas.

 

Unos días después,

otra tarde en la que también me puse a leer en la sala, se repitió el fenómeno: esta vez alguien estaba en mi estudio con las dos lámparas encendidas y escribiendo en el ordenador,

 

cuando empecé a escuchar en la sala

la televisión de los vecinos. Desde el pasillo vislumbré mi propia silueta sentada en el sofá con una novela en mis manos.

 

Ahora cuando siento

cómo la soledad muerde mis hombros, soy consciente de estar en la sala o en el estudio, pero

 

sé que al mismo tiempo

me encuentro en el otro lugar.

 

Mi temor inicial se ha ido apaciguando,

pero permanezco sin moverme hasta que mi ruido en el otro espacio se extingue y la luz se apaga,

 

horrorizado de que algún día

podamos encontrarnos mi otro yo y yo cara a cara.
 
                                                                         Johann R. Bach