SEÑORA DE SU SOLEDAD
No recuerdo su nombre,
pero sí cómo era: ni fea ni guapa, reía en contadas ocasiones en presencia de extraños.
Detestaba a sus huéspedes
porque parecían contentos de la luz que entraba en sus habitaciones. De poder envasarla la hubiera escondido en el arcón del desván.
Algo parecido le ocurría con la música:
Con un vals revivía sus años felices, al oír los instrumentos de percusión se transformaba.
Al bailar sus ojos brillaban,
Brillaban como el platino, su sonrisa afloraba a sus labios dejando ver la preciosidad de unos dientes bien cuidados, y, la corteza de sus hombros desaparecía.
Yo ocupaba la habitación
que daba a dos calles y la tribuna acristalada que remataba la esquina de la casa me permitía ver un paisaje, amplio, ondulado como las olas del mar y un sol que se ponía cada tarde detrás de él.
Dos lamparillas gemelas colgadas del techo
podían iluminar toda la habitación, pero yo no usaba más que la luz de la opalina verde sobre el escritorio.
En el armario empotrado
poca ropa esperaba a ser usada, triste como un viaje con olor a naftalina. Detrás de las cortinas la pared escondía algunas manchas de pintura vieja.
Cuando llegaba a casa,
la Señora –así la llamábamos- estaba recostada sobre un sillón orejero, leyendo alguna gruesa novela de amor y de la pequeña radio surgía una música de salsa caribeña.
De vez en cuando levantaba la cabeza
para ver quién atravesaba aquel largo pasillo cubierto de cuadros un tanto oscuros y cubierto con un papel pintado con rayas verticales doradas.
Su mirar era enfadoso
y desdeñaba hasta el saludo como el del los que ya no esperan nada de la vida ni de los habitantes del pequeño mundo de su casa. Descuidaba incluso las obligaciones de su pequeño negocio de hostal.
Era la Señora
como una criatura que consciente de su debilidad, se aferra indefensa al mundo, agarrada a la tierra en posición de decúbito o
con las piernas cruzadas
y la espalda bien apoyada en el respaldo del antiguo sillón. Todo lo impensable, que sin embargo ha de suceder ella parecía sentirlo en los huesos: con temor a que se le deshiciesen.
Lo que más detesta La Señora es la nieve.
Creía que si cuajaban los gruesos copos en la calle y el espesor de la capa blanca subiera un par de centímetros se inundaría su alma de tristeza.
La Señora de su Soledad
creía que ya sólo era posible esperar el deshielo al mediodía y la brisa primaveral.
No recuerdo su nombre
ni los años que tenía. Sólo recuerdo que se parecía a la palabra melancolía.
Johann R. Bach
Es triste la soledad y el enfado de " la Señora" . Quizás algo dañó su corazón y empaquetó sus sentimientos dejando oxidar su cerradura. >_<
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