10 ago 2014

Se desnudaba y se miraba en el espejo mientras esperaba que del grifo del lavabo surgiera el agua caliente; miraba su cuerpo,

                
¿La recuerdas Amador,
rodeada de nietos en cada uno de sus últimos aniversarios?


Se desnudaba y se miraba en el espejo
mientras esperaba que del grifo del lavabo surgiera el agua caliente; miraba su cuerpo,

y observaba como perdía redondez,
cómo le sobresalen las crestas ilíacas, cómo se le enrojecía la piel de los tobillos
y cómo los juanetes se inflamaban.

Notaba cómo las articulaciones habían adquirido
la rigidez del sílex y cómo los pezones retraídos habían alcanzado la geometría del embudo;

los músculos de sus brazos
se aferraban al hueso cómo cuerdas secas.

En su rostro
destacaban desde hacía tiempo las oquedades de unas sienes grises y también bajo los pómulos:

la erosión
resultaba visible aunque las verrugas, por alguna razón desconocida, se ocultaban bajo el cabello.

No percibía, ni siquiera en las piernas,
zonas muertas, pero las resinas se habían vuelto amarillas,
los esmaltes tristes y las callosidades prosperaban bajo sus delicados pies.

Su cuerpo se había llenado de arrugas
y todos aquellos signos no eran más que la radiografía superficial de un espíritu fatigado aunque inquebrantable;

y, sin embargo,
sus palabras seguían creando un lenguaje fluido y entusiasmando a todos sus nietos.

Cuando el agua caliente corría ya
llenando la bañera y esperando la fragilidad de su cuerpo, intuía que la sangre aún circulaba por sus venas y arterias como un consuelo.

Después del baño se vestía
para asistir, con la mejor de sus sonrisas a la cena de otro cumpleaños cómo si el tiempo se hubiera detenido, de la misma forma que al cumplir los veinte.

¡Ah, quebrada está la copa de oro!
¡El espíritu ha huido para siempre!

¡Qué suene la campana!
¡Un alma santa se desliza por el río Aqueronte! ¡Y que se lea el rito mortuorio, que se entone la Marcha Fúnebre de Chpin o Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt!

¡o cualquier canto fúnebre
para la muerta más hermosa que jamás murió, dotada de un intelecto incorruptible, con tan sólo 84 años!

¡Ah! Amador, ¿no tienes lágrimas?
¡Llora ahora o nunca más!

¡Mira!
en ese sombrío y rígido ataúd yace tu amor, Lucía.

Aquel heredero,
cuyas mejillas de pálido matiz mojan las lágrimas al caer, ve solamente, a través de su rocío de cocodrilo, una corona vacante.

¡Falsos amigos!
La amaban por su riqueza y la odiaban porque era más sabia que ellos y, cuando su salud se debilitó,

La bendijeron para que muriera.

¿Cómo va a ser entonces leído el ritual?
¿Cómo va a ser cantado el réquiem para la muerta más injustamente tratada que jamás muriera tan joven?
                                                    Johann R. Bach

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