6 may 2013

Vi como su quietud se pronunciaba descomponiendo el árbol de su ser

EL ÚLTIMO ADIOS DE UNA MONJA

 

Había ecos de plegaria

y música de piano que recortaban su silencio, abreviaturas sordas de música en sus sienes y sus párpados temblaban todavía. En un claustro sonrosado con las piernas desnudas y manchadas del mismo color rosa que los arcos, las lágrimas abundaban como el frío.

 

Pensé en su corazón

lleno de tesoros, excepción en un mundo falto de latidos, en su vientre tatuado por espinos, en sus muslos pintados de azul claro.

 

En aquellos días viví entre su imagen,

su sexo borrado del tiempo y un jardín lleno de letras grises y gemidos como un humo de nombre solitario, su respirar con los ojos, cómo en su musitar rogaba un nuevo hogar distinto de aquel donde la cera y la ceniza son los ángeles.

 

Vi cómo su quietud se pronunciaba

descomponiendo el árbol de su ser, ablandando sus delicados miembros, cómo lo gris deshizo el vívido amarillo y cómo se iban perdiendo los aromas en el ascenso de un olor impuro, hipocrático.

 

Sus pétalos eran lívidas caricias,

su torso se transformaba en un tallo. Y en sus ojos la sombra del no ser miraba suplicando bajo las rojas grietas de su frente. En aquellos últimos minutos vi su presencia abrirse y deshacerse y sus ojos perderse entre las frutas funestas de pasados intocables. Como su única hermana recogí en las mías, sus manos de sierra y de coral.

 

Repartida en visiones

y en instantes, su estatura se quebró en infinitos fragmentos dispersados. Sus ojos como en un puente. Sus senos se abismaron con su voz y sus palabras fueron en aquel día de otoño como agua de una lluvia más oscura, más doliente. Solamente su vientre se elevaba bajo la red azul de las estrechas distorsiones del grito de la luz.

 

Sus labios se fueron ocultando

poco a poco en las hojas y en las raíces secas sus silencios traspasaban pálidas orquestas. Su cuello siempre fue una tétrica magnolia. Como innobles madreselvas las venas habían recubierto, hasta las orejas, su piel de adolescente en delirio.

 

Sus pies

habían sido, durante años y años, como dos piedras olvidadas, mientras que su nombre, fue como una cadena desprendiendo cada eslabón untado de sentido.

 

Había sido su vida como una antorcha

de oro y cera, como una catarata de momentos, como de mármoles un choque. Como carbón vegetal ya consumido, su luna se deshizo en otros cielos…, se borró como su sol.

                                                            Johann R. Bach 

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Aquella muerte me afectó muchísimo. Tanto me afectó que cada vez que bajaba al sótano para manipular los trastos de la limpieza me hacía con un poco de petróleo. Poco a poco fui acumulando una cantidad cercana a los dos litros. Fui guardando aquel líquido como si fuera oro; una parte en el termo del café y otra parte en una vieja cantimplora que usábamos en algunas excursiones. La cantimplora la guardaba debajo de una losa de la celda de castigo y el termo en mi celda habitual.

 

Esos escondites resistieron todos los registros que de forma periódica y por sorpresa se realizaban en el Monasterio. El contenido de los termos de café no eran objeto de registro porque en casi todos ellos se guardaban licores "prohibidos" aunque tolerados.

 

Y bajo la losa secreta se hallaban diversas sustancias u objetos respetados por todas las que acostumbrábamos a pasar por ella de vez en cuando...
                                                                                                                                                       Sylvia M. Folch
 
De la novela LAS PUERTAS DEL MONASTERIO 

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